A través de la Coordinación de Mujeres Afrocolombianas Desplazadas en Resistencia (La Comadre), Luz Marina Becerra ha documentado las violencias que sufrieron las mujeres afro en el conflicto y ha gestado procesos de construcción de memoria histórica.
Luz Marina Becerra nació en Condoto, un municipio ubicado en la parte sur del departamento del Chocó. Creció en lo que ella llama una ‘familia extendida’: su mamá tuvo quince hijos, de los cuales sobreviven diez. Sus tías, que eran alrededor de nueve, tuvieron “entre 10, 12, 18 hijos. La que menos tuvo, tuvo ocho”, cuenta.
Todos vivían en el mismo barrio que, por la cantidad de gente, era casi como el patio de la familia. Cuenta que, a causa de eso, no tenían muchos amigos externos, porque tampoco había la necesidad: “La relación era casi que entre nosotros, crecimos todos juntos, compartiendo. Teníamos grupos dependiendo de las edades y entre nosotros jugábamos y socializábamos”.
Dice que crecieron escuchando, sentados en los andenes de las casas y bajo la luz de la luna, los cuentos que sus abuelos, los mayores y mayoras de la comunidad, contaban todos los días, religiosamente, a las siete de la noche.
“Era un ambiente de familia, de comunidad, de barrio. Crecí en medio de juegos, de cariño, de sabiduría ancestral”.
Sin embargo, comenta, de a poco comenzaron a llegar los grupos armados. Primero las guerrillas, que entonces se apodaban como ‘los muchachitos’, y luego los paramilitares. Con ellos la plácida calma que le daba escuchar la voz de sus abuelos contando fantásticas historias, se fue apagando con la incertidumbre del silencio que invadió las calles que se desocuparon por el miedo al reclutamiento forzado.
De Condoto salió hacia Apartadó “por el ambiente pesado que se estaba formando” y porque allá vivía uno de sus hermanos. Sin embargo, no mucho tiempo después de su llegada tuvo que desplazarse de nuevo, primero hacia Medellín y luego hacia Bogotá.
Allí se vinculó a la Asociación Nacional de Afrocolombianos Desplazados, Afrodes, como coordinadora del área de género. Desde allí fundó luego la Coordinación de Mujeres Afrocolombianas Desplazadas en Resistencia, La Comadre, que ha sido la principal plataforma para el ejercicio de su liderazgo social por la salvaguarda de los derechos de la población desplazada, particularmente de las mujeres.
En La Comadre ha adelantado procesos de documentación de las violencias particulares que sufrieron las mujeres afro en el conflicto y ha gestado procesos de sanación y construcción de memoria histórica a partir del arte y los saberes ancestrales de su comunidad.
Por su trabajo como lideresa le fue otorgado, en 2021, el Premio Nacional de Derechos Humanos en Colombia en la categoría de Defensora del Año.
Entiendo que su trabajo de liderazgo comienza en 2001, ¿qué sucede en particular para que usted asumiera ese rol? ¿Qué la motivó?
Cuando estaba en Apartadó, los dos hijos de mi hermano son asesinados porque nos opusimos a que fueran reclutados. A uno lo amarran a un árbol, le rocían gasolina y lo queman vivo. Al año siguiente asesinan al otro con un tiro de gracia.
A pesar de ello, con una sobrina comenzamos con el trabajo de denuncia, de documentación y de organización comunitaria, pero un día nos amenazaron de muerte. Nos pedían los papeles de las denuncias que habíamos alcanzado a hacer y nos dieron 12 horas para salir del territorio.
Salimos para Medellín y luego para Bogotá. Ahí nos encontramos a mucha población afro desplazada, del Chocó, de Tumaco, del Valle del Cauca, y con los líderes de sus respectivas comunidades.
Con ellos y ellas nos reuníamos a pensar cómo resolver la situación en la que estábamos, porque nos tocaba hacer fila por días enteros en el Ministerio del Interior y en la entonces Red de Solidaridad Social, y no recibíamos atención.
Así, comenzamos con acciones de hecho. Con alrededor de 350 familias nos organizamos y nos tomamos las instalaciones del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). Estuvimos un mes y medio y logramos negociar ciertas cosas.
Y ahí fue que conocí a los líderes de Afrodes, que estaba recién fundada. Ellos me invitan a hacer parte de la organización para liderar el tema de género, porque la mayoría de las personas vinculadas a Afrodes éramos mujeres con hijos, que en la ciudad estaban solas y llenas de precariedades.
¿En qué consiste su liderazgo, concretamente?
Desde entonces, principalmente, hemos venido en unos ejercicios de construir informes que hemos entregado a instituciones como la Corte Constitucional, la Comisión de la Verdad y la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP).
Esos informes han aportado en varios autos, el 092, el 098, el 009, y el 443, que han buscado el reconocimiento y la reparación particular que debe ocurrir hacia las mujeres negras desplazadas, por las violencias específicas que vivimos.
Además, hoy hemos tenido una gran incidencia dentro del Sistema de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición que creó el Acuerdo de Paz.
A la Comisión de la Verdad le hemos entregado cuatro informes con los que hemos aportado a ese gran mandato de construir la verdad de lo que ha significado el conflicto armado en Colombia. Queremos que el informe final de la Comisión tenga rostro de mujer negra, que se reconozca la verdad del conflicto en nosotras.
A la JEP le entregamos también un informe sobre las violaciones de derechos humanos que hemos documentado como mujeres negras desplazadas, así como uno sobre violencia sexual, en el que documentamos 109 casos, así como sus patrones y sistematicidades.
Finalmente, hoy venimos trabajando para entregar un informe a la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas en el que documentamos 139 casos de desaparecidos de nuestras comunidades, de nuestras familias, y que vamos a entregar en abril.
Hablemos, entonces, de La Coordinación de Mujeres Afrocolombianas Desplazadas en Resistencia, La Comadre ¿Qué es La Comadre?
Dentro de Afrodes comenzamos a movernos para ver cómo podíamos mejorar las condiciones de la población desplazada y especialmente de las mujeres, porque era bastante crítica.
Entonces empezamos un proceso con las mujeres vinculadas a la organización y durante un año hicimos capacitaciones en proyectos productivos, en derechos humanos, e identificamos las necesidades de las mujeres, así como qué cosas teníamos en común para mantenernos organizadas y luchar por nuestros derechos.
Con eso como insumo creamos una agenda política de necesidades y propuestas de las mujeres afrocolombianas desplazadas que presentamos a la junta directiva de Afrodes y se incluyó en el plan estratégico de la organización.
Más tarde, en el 2006 hicimos cinco encuentros regionales y un gran encuentro nacional para hacer un análisis de derechos humanos de las mujeres afrocolombianas desplazadas, socializar la agenda que habíamos construido con el objetivo de nutrirla y validarla como instrumento de interlocución entre instituciones y las mujeres negras.
De allí, entonces surge la idea de crear la Coordinación de Mujeres Afrocolombianas Desplazadas en Resistencia, La Comadre, que es la organización desde donde hemos documentado las afectaciones que hemos sufrido las mujeres negras dentro del conflicto armado.
Porque si bien había muchas mujeres hablando de su experiencia, que reconocemos su esfuerzo, hablaban desde una posición muy distinta a la nuestra, no había un reconocimiento de la interseccionalidad, de saber que somos mujeres y somos negras y que por eso vivíamos unas problemáticas distintas.
La Comadre es un personaje, y el comadrazgo una práctica, muy ligados a las tradiciones afro, ¿en qué medida y de qué manera han estado presentes esos saberes y practicas ancestrales en su trabajo de liderazgo por la protección de derechos de las mujeres?
El comadrazgo es un legado heredado del África, tiene que ver con estas prácticas ancestrales y culturales. Nosotras lo asumimos como la forma de mantener nuestras prácticas culturales en las ciudades donde estamos desplazadas: formas de solidaridad, de hermandad, esa manera de acompañarnos, de solidaridad entre nosotras, de querernos como mujeres negras, de no sentirnos solas, de ayudarnos a sanar, porque eso era lo que significaba una comadre en el territorio.
Era esa mujer que impartía normas y reglas, orden, justicia, que llamaba a la solidaridad, al respeto, a la reconciliación. Era un referente de liderazgo y sabiduría.
Y es un poco de lo que tratamos de rescatar cuando creamos La Comadre en las ciudades en las que venimos desplazadas, porque empezamos a evidenciar que en las ciudades no nos conocemos con los vecinos que tenemos al lado, ni siquiera hay un saludo. Muy distinto a lo que sucede en nuestro territorio y la comunidad, que cuando abrimos la puerta lo primero que hacemos es “buenos días, comadre. Buenos días, vecina. ¿cómo amaneció?”. Y ese saludo era de lado a lado.
Entonces todo eso es lo que tratamos de rescatar con La Comadre en las ciudades: prácticas de solidaridad, de cuidado, de sanación, de mantener nuestro legado cultural, ancestral, nuestras formas identitarias, esos elementos que nos han identificado como pueblo.
En ese sentido, el comadrazgo habla también acerca de la colectivización de la sociedad, del trabajo asociativo y comunitario para un fin común. Entonces ¿cuál es la importancia de incentivar lo colectivo y apostarle a lo comunitario, particularmente en un contexto de violencia?
Para nosotros es claro que la organización es nuestra mayor fortaleza: si estamos organizados es más fácil mantenernos vivos como pueblo, porque aquí estamos viendo una práctica de extermino que busca acabar con nuestra cultura, nuestras prácticas, con las garantías de mantenernos como pueblo diferenciado.
En ese sentido la organización es lo que nos permite preservar esos vínculos de hermandad, esos legados por los que lucharon nuestros ancestros para romper las cadenas y las narigueras. Se trata de mantener esas formas de gobierno propio, de lucha, nuestra resistencia, que es lo que nos hay ayudado a existir y persistir.
Por eso, por ejemplo, hemos venido trabajando también en la construcción de consejos comunitarios urbanos. En el territorio, los consejos comunitarios son una de las formas de organización tradicional de las comunidades afro que el conflicto armado ha intentado romper. Pero en aras de mantener la unidad, la solidaridad, nuestras formas de gobierno, nuestra cultura, nuestros usos y costumbres, creamos estos consejos.
A través de ellos mantenemos nuestro comadreo, hacemos ollas comunitarias, siembra de huertas integrales y caceras, de medicinas, de hierbas medicinales y aromáticas. Con eso luchamos también por nuestro territorio, que, mucho más que un lindero o un pedazo de tierra, es la relación de un pueblo consigo mismo. Es el lugar donde se construyen proyectos de vida individuales y colectivos, ligados al devenir político y colectivo de la comunidad.
Hemos hablado ya de su trabajo de documentación y producción de informes, sin embargo, usted ha dicho que entre los líderes comunitarios que hacen los informes y las instituciones que se encargan de transformar eso en políticas hay un divorcio, en vez de un matrimonio y que, así, los informes no surten el efecto que deberían. En ese sentido, sin desprestigiar ese proceso de documentación de violencias, ¿qué otro tipo de herramientas hay para visibilizar lo que sucede?
Ese divorcio se genera porque desde la institucionalidad nos miran como un obstáculo y no como personas que aportamos. Desafortunadamente, vivimos en un país donde se vulneran los derechos humanos de manera constante y en ese sentido el rol que jugamos nosotras como defensoras es fundamental así la institucionalidad no lo reconozca y seguiremos apostándole a nuestro trabajo.
Más allá de eso, sí hay otras formas que nosotras también aplicamos. Por ejemplo, parte de la estrategia que usamos para la documentación del informe que vamos a entregar en abril a la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas (UBPD), fue que cada uno de los familiares de estas personas elaborara una representación simbólica, un Cutrú.
Un Cutrú es un muñeco o muñeca, pero le quitamos ese nombre por la forma peyorativa en la que los grupos armados han usado la palabra: normalmente cuando matan a alguien en la comunidad dicen ‘vaya que allá está el muñeco, vaya recoja al muñeco’. Entonces le pusimos Cutrú.
Ese nombre hace referencia a un consejo de sabios, de sabedoras y sabedores. Cuando alguien en la comunidad desaparecía, se creaba un Cutrú en el que participaban mayores, mayoras, espiritistas, aquellos que practicaban algún saber ancestral. Si era hombre tenía que estar la madrina y si era mujer estaba el padrino, estaba el cura del pueblo e, incluso, hacía parte también un perro.
Entre todos, acompañados de elementos como el maíz, el agua bendita y el rosario, se iban a buscar ese desaparecido. A veces lo encontraban y lo que hacían mientras retornaban era cerrar ese camino para que nadie más volviera a desaparecer o se perdiera por allí.
Entonces hoy nosotras queremos entregar el informe a la UBPD junto con esos 139 Cutrús, que además cada uno tiene el nombre y el territorio donde desapareció la persona.
¿Cómo ha usado usted el arte como herramienta para narrar esas historias y de sanación?
Después de entregar este informe, lo que queremos es poder movernos por el país con una exposición itinerante que incluya los 139 cutrús, pero además unos cuadros que hoy reposan en sala de exposición de Centro de Memoria, Paz y Reconciliación. Cada uno representa la historia de vida de una mujer desplazada por la violencia, pero también las historias del territorio, viéndolo como una víctima del conflicto armado.
Pero, además, hemos escrito y presentado en varios escenarios obras de teatro. Con esas lo que queremos es narrar nuestras historias de vida en el marco del conflicto y generar una conversación con el público.
Eso con el objetivo de que la gente que no ha sufrido el conflicto entienda lo que se ha vivido y, de esa manera, generar sensibilización y contribuir en la desnaturalización de la violencia, generar lazos de solidaridad y que todo el mundo se comprometa con la paz.
De la misma manera, hemos venido componiendo canciones y poemas que mandan mensajes sobre lo que debe ser la paz, el amor, lo que representa el territorio, lo malo del conflicto. Todo eso para acercarnos más a la ciudadanía, entablar un dialogo y entre todos construir una solución a las problemáticas que estamos enfrentando en el país.
Hasta aquí hemos hablado de cómo su condición de mujer afro le ha significado una serie de particulares afectaciones en términos de violencia, acceso a derechos y demás. Pero quería preguntar por las posibilidades y de cierta forma las alegrías que le ha traído también ser una mujer negra.
Ser mujer negra significa símbolo de lucha, de resistencia, de paz. Porque, a pesar de todas las adversidades que hemos vivido de racismo, violencia armada, violación hacia nuestros cuerpos, somos símbolo de paz.
Mantenemos ese legado que nos dejaron nuestros ancestros de seguir luchando para lograr algún día una sociedad mejor, lograr esos sueños que tenemos de vivir en un país sin racismo, sin violencia, sin miedo, donde reine la armonía, la reconciliación.
Sueños de abrazarnos como ciudadanos, de deponer esos odios y generar confianzas. Es desde esos sueños que venimos trabajando y que seguimos trabajando.
Quisiera cerrar preguntándole: para usted ¿qué es la paz?
La paz vista desde ese estado de tranquilidad de cualquier ser humano, la paz es poder gozar de derechos, es que podamos vivir en los territorios donde nosotras queremos vivir, de la manera en la que queremos vivir.
La paz es el respeto hacia nuestros cuerpos, hacia nuestra cultura, nuestra forma de ver y habitar el mundo. Es el respeto por la otredad, por las diferencias étnicas culturales, de pensamiento.
La paz es poder vivir con igualdad de condiciones y de oportunidad, es que haya las garantías para poder participar en los ejercicios electorales.
La paz es que podamos ejercer un liderazgo con garantías, protección, sin miedo. Que nosotras podamos levantar nuestra voz, ser escuchadas, valoradas y esas propuestas sean incluidas en las agendas de instituciones y se transformen en políticas públicas que nos beneficien a nosotras también.
La paz es que nuestros hijos puedan estudiar y acceder a empleos dignos y que no tengan que empuñar un arma, matar y sembrar el terror en sus propios territorios, en sus propias comunidades, porque no hay oportunidades de nada.
La paz es que las mujeres seamos respetadas, valoradas, que nuestros cuerpos no sigan utilizados como botín de guerra, que podamos seguir ejerciendo nuestro rol de reproductoras de la cultura, creadoras de conocimiento, de seguir comadreando nuestras comunidades, de seguir dando vida y protegiéndola, y seguir aportando en la reconstrucción del tejido familiar, social, y comunitario.
Eso es la paz para mí.