Los ríos son otra cosa. Son más nuestros, más de nuestras vidas, de nuestras biografías. Cada colombiana y colombiano tiene un río íntimo, un río que adora y que lo ha dibujado.
Decía el poeta T.S Eliot aquello de que el río estaba dentro de nosotros, mientras el mar, inconmensurable, estaba a nuestro alrededor.
(“The river is within us, the sea is all about us”)
Yo vi de niño el Pacífico. Solamente una vez, en Juanchaco, cerca de Buenaventura. Era gris y corpulento. Para llegar a él había que tomar la Carretera al Mar. No era mucha distancia desde Cali, pero la carretera era muy miedosa. Muchas curvas y muchos precipicios y al final de la subida, mucha neblina. Al principio veíamos, como temblando tras la calina, unas montañas poderosas con letreros inmensos de Goodyear.
Sí, ha vuelto ese día a la memoria.
Vamos a ver el mar de Juanchaco, vamos en una camioneta todos los niños en el platón. Muchos niños apiñados, apretujados, por la vía al mar, camino del mar tan imaginado, tan forjado en la mente que es ya una leyenda.
De repente, en una pendiente, se abre la compuerta y ¡los niños nos empezamos a caer de la camioneta! Vamos cayéndonos todos, como desgranando una fruta, al cemento. Plutarco, el conductor, nuestro vecino de enfrente, se demora en darse cuenta, sólo advierte lo que pasa cuando ya hay un reguerón de niños y Leonor, su esposa, le dice: “¡Plu, pare, pare, pare!, ¡se están cayendo los niños de la camioneta!
Él se aparta de la vía y para y se baja y corre a recoger a los niños. Nos va cargando y subiendo uno a uno a la camioneta otra vez. Por suerte no venía ningún carro atrás, ¡ninguna tractomula¡ “Ve, no se sigan recostando contra la compuerta que se puede volver a abrir”, nos dice y vuelve a arrancar como si nada.
Ese fue mi primer contacto con el mar, con los mares de mi país.
Y el Caribe. Ese sí lo he visto todo el tiempo, toda la vida. Donde más lo vi, donde más lo he querido, es en Balsillas, cerca al Golfo de Morrosquillo. Esplendente, terso, dorado, tibio. Lo he querido toda mi vida. A mis hijos les fueron creciendo las piernas y los cabellos en esa playa, al lado de los “caballitos de agua” de ese mar, bajo los almendros y los uchuvos, cerca a unas florecitas moradas e improbables.
Llegar al boquerón, a la entrada del golfo, era hipnotizante. Cómo la luz iba extendiéndose por el agua infinita, hacia las riberas oscuras y curvas que se perdían a lo lejos, con sus árboles inmensos y sus pájaros y sus resinas. La vista no nos alcanzaba para mirarlo todo, para abarcar todo el golfo y el mar que lo alzaba en el aire y lo llevaba en los brazos a través de la luz.
Sí, tiene razón el poeta Eliot, el mar es mucha cosa, es tan mayor a nosotros. Y más el mar de Colombia, sus mares, con sus barcas oscuras y sus pescadores y sus mujeres negras de caderas curvas y dulces. Nadie tiene un mar, nadie es dueño de esa inmensidad, solo podemos decir que lo vimos unos segundos en la vida. Los colombianos hemos visto, hemos sentido temblar bajo los párpados, dos océanos, durante unos segundos en el tiempo corto de nuestras vidas.
En cambio los ríos son otra cosa.
Son más nuestros, más de nuestras vidas, de nuestras biografías. Cada colombiana y colombiano tiene un río íntimo, un río que adora y que lo ha dibujado. Sí, un río que le corre por dentro. Un río que es el contorno de sus recuerdos, que le trae al corazón la voz y las lágrimas que más ha amado. Que le trae las manos delgadas de los otros niños y niñas y las rodillas peladas y las flores de la ribera y los saltos de dicha de no sentir el tiempo pesándonos sobre la espalda. Como cuando crecemos y ya el río no está, sólo queda dentro de nosotros. Y compone entonces nuestros recuerdos y la nostalgia.
Todo colombiano y colombiana tiene su río propio.
Para muchos, a veces para todos, es el Cauca o el Magdalena, por supuesto. Son la linfa de nuestras arterias. Son los alvéolos de nuestras hojas y nuestros troncos, los pulmones del musgo y la hierba.
Pero después están los miles de ríos que cruzan las comarcas de Colombia. Y la vida y los capítulos de cada uno. En cada valle, en cada pueblecito, en cada arboleda, en cada hondonada, en cada selva o cada llanura.
Para mí está primero el río de mi barrio en la niñez. Ya lo nombré antes. El río de Santa Rita al que bajaron a lavar las lavanderas. El río de los pescados bigotudos y los guaduales y la maleza caliente. Ese. El primero de la vida. Después está el río del campo de Sasaima. El de la adolescencia y los amores con mi prima María Teresa. Su mirada de ojos azules que llenaba al río de peces y de ondas y rebrillos del día. ¡Esos son sin duda los dos ríos que más quiero! (¿Cuáles son los tuyos, lector, lectora, ahora que lees estas palabras?).
Pero hay mucha más agua en Colombia.
Hay las lagunas frías y solitarias, como aquellas por las que discurrieron los ojos mágicos de los muiscas. Y las hay hirvientes y móviles como en Prado o en Calima. Hay cascadas, caídas mágicas del agua sonora que libra gotas de agua irisada y redonda. Hay lagos, canales y el agua congelada de las cúspides de los nevados. Hay pozos y arroyos y manglares y ciénagas. Hay el agua secreta y nutriente que no vemos y que corre por el subsuelo y que ahora quieren dañar algunos…
Sí. Agua y agua y agua de Colombia. Colombia es nuestra madre y nos amamanta con los pechos llenos de agua.