Gracias a la gestión de la Asociación agropecuaria de reserva campesina del Centro Duda (Arcaduda), 150 familias del Centro Duda, en el Meta, tienen, por primera vez, acceso a luz eléctrica.
Luis Salazar es oriundo del Centro Duda, en zona rural del municipio de La Uribe, en las estribaciones del cañón del río Duda, en el Meta. Un territorio, de tantos, históricamente abandonando por la institucionalidad, dice él.
Se trata de una zona rural dispersa compuesta por siete veredas que, comenta Luis, no cuentan con servicios de salud, hay poca oferta educativa y de comunicaciones, y las vías de acceso son caminos de herradura que con la lluvia se convierten en lodazales y barraiales, lo cual complica, todavía más, la entrada y salida del lugar, que, en cualquier caso, debe hacerse a lomo de mula.
Hasta hace muy poco en las fincas de las veredas no había, siquiera, luz eléctrica: “A estas alturas todavía nos tocaba usar la vela. Imagínese, estábamos todavía por allá en los años cincuenta”. comenta Luis.
Sin embargo, hace dos años, desde la Asociación Agropecuaria de Reserva Campesina del Centro Duda (Arcaduda), la comunidad de esa zona comenzó a intensificar un reclamo que venía exigiendo desde hace más de una década: la instalación de paneles solares para la generación de energía eléctrica.
Entendiendo que la instalación de una red eléctrica con cableado es casi imposible en su región a causa de las malas condiciones en las vías de acceso, Arcaduda se ha empeñado en la consecución de los paneles.
Hoy, con el apoyo de la Gobernación del Meta, la asociación logró la instalación de 106 paneles solares, que abastecen de energía a 53 fincas de la zona. En los próximos meses comenzaran a funcionar para otras 27, completando así 80 fincas, que componen la mayoría de los hogares de los habitantes de ese territorio.
“En esas 80 fincas hay 150 familias, porque en algunas hay de a dos e incluso tres por finca”, dice Luis, quien agrega: “Por fin logramos iluminar el territorio, uno antes no veía ni una sola luz”.
“Ahora dormimos menos, pero disfrutamos eso nuevo que tenemos”
Luis madruga a eso de las cinco de la mañana a darle comida a los marranos, las gallinas y a ordeñar las vacas. Luego desayuna y se va a hacer las tareas de la finca: mirar el ganado; bañarlo; rodearlo; revisar que estén todas las vacas, “que no falte ninguna que se haya enfermado o se haya caído a un hueco o por un barranco”; arreglar la cerca, y revisar el pasto “para darle buen manejo a las bestias”.
Después se va a revisar los cultivos de fríjol, que se siembran entre julio y agosto, y se recogen en enero, así como los de arveja, que se cultivan en octubre y se recogen en marzo. Ambos productos, cuenta Luis, se cargan “ya ‘en seco’ totalmente” porque, como todo toca sacarlo en mula, “el producto se dañaría ‘en verde’, porque llega maltratado”.
Sacan, dice Luis, sobre todo para consumo propio y para vender la semilla, particularmente, en Bogotá. Pero no son quienes cultivan los que hacen la venta en la capital, sino unos intermediarios a los que los campesinos le venden sus cosechas.
“Ellos llegan como a unas posadas donde se hospedan y ahí vendemos. Luego ahí mismo llegan los camiones que venden el mercado de plaza y de tienda, y es ahí donde nosotros compramos nuestros víveres”.
Con eso resuelto, a las cuatro de la tarde Luis se devuelve a la finca, a dar una última ronda para ver cómo están los animales: les pone agua, revisa los caminos y las cercas, y se despide de sus bestias.
Cuando no surge ningún imprevisto de ese último vistazo, Luis llega de nuevo a su casa a eso de las cinco, no sin antes detenerse a ver el atardecer llanero. “Pero hay veces en las que hemos durado hasta las diez de la noche bregando a sacar a un animal que se ha caído en un hueco”.
Ya con el Sol sobre el horizonte, Luis toma una ducha, cena a las seis de la tarde y a la cama. “Eso cuando estábamos a oscuras”, comenta.
Y agrega: “Ya hoy en día, con luz en las viviendas, tenemos el mismo horario durante el día, pero también podemos disfrutar de la iluminación: compartimos con la familia, con los amigos charla uno, escuchamos música, algunos incluso hemos comprado el Directv y vemos las noticias, alguna novela, películas. Ya no nos acostamos a las seis de la tarde, sino a eso de las nueve o diez. Seguimos madrugando como siempre, pero nos acostamos más tarde. Dormimos menos, pero disfrutando de eso nuevo que tenemos”.
Ahora, a Luis, por ejemplo, le gusta llegar del jornal y tomar unas onces: una colada de harina de trigo o de maíz molido en la finca, o chocolate, con arepa, “eso sí, legítima de acá, con la harina que producimos nosotros y la cuajada o el queso que también hacemos”.
Mientras come, sintoniza La W o RCN Radio para escuchar noticias, o también le gusta poner música de Reinaldo Armas o Walter Silva, sus cantantes llaneros favoritos, así como del Grupo Niche.
Con sus compañeros jornaleros charla y comparte hasta la hora de la cena, que ya no es a las seis, sino a las siete y media. “Hacemos mucho cuchuco de maíz, que acompañamos con calentado de lo que haya sobrado del almuerzo, o sopa de pasta y papa, y calentado”.
Mientras come ve las noticias de las siete en Caracol, y a las ocho solía ver el Desafío, pero dejó de hacerlo porque no le vio mucho sentido. Ahora prefiere cambiar a Red + para ver a Santiago Moure y a Martín de Francisco en ‘La Tele Letal’.
Y aunque los paneles solares que iluminaron las casas de cientos de familias alcanzan únicamente para ese uso básico, Luis dice que la vida les ha cambiado, pues ya no se sienten como en el siglo pasado y están más conectados, hasta un punto, con el país.
Sin embargo, agrega Luis, “hace falta mucho por hacer”, siendo las vías uno de los principales retos que afronta la comunidad del Centro Duda. De existir, dice, al menos vías con placa huella, podrían comenzar a llevar neveras, enfriadores, lavadoras y otros utensilios para, por ejemplo, diversificar y activar el comercio de la zona, sin mencionar las posibilidades en términos de salud, educación y otras necesidades básicas que continúan insatisfechas.