En los momentos más oscuros de la guerra y en los más alegres de la paz, la poesía ha sido fiel compañera de Marcela, quien ha encontrado en ella su principal aporte a la comunidad.
A Marcela Pino le cuesta responder quién es. Después de todo lo que ha vivido siente que está en un momento de autoconocimiento y que le falta mucho para saber quién es en realidad.
De pequeña, recuerda, le costaba expresarse: siempre tenía mucho que decir pero se atragantaba con los nudos que se le formaban en la garganta a la hora de hablar frente a cualquier persona.
Nació en Cimitarra, Santander, hace 21 años, y aunque allí solo estuvo los primeros ocho de su vida, dice que buena parte de lo que hoy cree importante, lo aprendió allá.
“Lo que he aprendido lo he hecho a través de los valores que me enseñó Cimitarra. Allá un niño de cuatro años ya hace ‘aquí y allá’, desde pequeño aprende a trabajar, a tener sueños, a correr, la disciplina es muy marcada, todo se hace con extrema disciplina”, comenta Marcela.
Y eso, agrega, se le quedó marcado y le ayudó cuando, con 13 años, se vinculó a las Farc a causa, dice, de la falta de oportunidades, sobre todo de estudio que, dice, fue su sueño desde siempre.
Cuando se presentó ante los reclutadores, con intensidad pidió que la llevaran al monte a “acabar con todas las personas que yo pensaba eran malas en ese momento”, pero desde la guerrilla le dijeron que no. “Esta vida no es para muchos sino para ‘machos’”, recuerda con claridad que le respondieron.
Por el contrario, para mantenerla alejada de la guerra, pero cerca de las filas, le ofrecieron la posibilidad de estudiar en un internado al que terminó accediendo financiada por la guerrilla, donde terminó de consolidar su gusto por la escritura y, particularmente, por la poesía.
Poesía para narrar al alma
La primera vez que Marcela recuerda haber escrito un texto fue cuando de su casa en Lebrija, también en Santander, se iba la guerrilla, que por días había permanecido allí.
“Ese día se me caía el mundo, yo los quería mucho y me quería ir con ellos, pero tenía diez años. No sabía cómo decirles lo importantes que habían sido para mí hasta que una chica me dijo que escribiera lo que sentía”.
Tres páginas dedicó a los guerrilleros, quienes al leer la elocuente y bella carta que aquella niña había escrito, quedaron sorprendidos y le dijeron que tenía que aprovechar su talento, lejos de las balas y la guerra.
Entró al colegio y en la clase de español le pidieron escribir un cuento que ella basó en diversas de sus vivencias, pero que camufló con metáforas, personajes fantásticos y otros recursos literarios con los que, como a los combatientes hacía unos años, dejó con la boca abierta a su profesora, quien comenzó a motivarla a explorar nuevos géneros, como la poesía.
Esta última, dice, «se convirtió en una manera de gritar las cosas que tenía dentro y que no podía, pero tenía que verbalizar. Ahí comencé y ya nunca me detuve”.
No lo hizo, siquiera, cuando luego de un par de años de colegio, desertó para ingresar, ahora sí, a las filas de combate de las Farc. Cuenta que la escritura y la poesía la acompañaron en los momentos más difíciles de la guerra, aquellos en los que su vida pendió de un hilo.
A través de los versos supo cómo tramitar lo que sentía luego de tener que permanecer inmóvil por horas entre un pantano lleno de sanguijuelas o entre estiércol de marrano, mientras su enemigo pasaba por un lado.
Tampoco lo hizo cuando con 18 años, desmoralizada con la causa y después de decidir no acogerse al Proceso de Paz en un primer momento, tuvo que escoger entre quedar embarazada para poder salir de la guerrilla o “salir con los pies hacia el frente”.
Pero también asegura que la acompañó en grandes alegrías, como cuando sus camaradas le pedían que escribiera cartas para enamorar a alguna pretendiente fariana, o cuando nació su hijo, que hoy tiene tres años.
En la poesía, dice, encontró posibilidades. Posibilidades de narrar lo que le hacía encender el alma, ya fuera de terror o de júbilo.
Así, por ejemplo, escribió un poema titulado ‘Silensuicuidio‘, uno de sus favoritos, y que, dice, está basado en un sentimiento que, dice Marcela, viven muchas personas: «la angustia de optar por el silencio cuando tenemos algo que necesitamos gritar y el miedo de que si lo decimos, alguien quiere silenciarnos «.
Dice el poema: «Me he sentado muchas veces en el bosque a mirar el ancho cielo, de repente vuelvo y miro y ahí está ese complejero…ese nudo en la garganta que me quema como el fuego, trato de sacarlo pero entonces veo… los lobos ya están acechandome como a cordero, esperando que una palabra salga para despellejar mi cuerpo entero…bajo la luna mi alma grita pero sordo se hace el universo, mientras más fuerte es mi sonido más se abraza este llamero, busco agua pa apagarlo y se me cae en el intento, callarlo es mi tortura, comentarlo mi tormento».
Y continúa: «veo un ángel que está nuevo, se ha cansado de callar, ha apagado al fin el fuego, yo no tengo esa destreza, no es mío ese talento, yo mejor miro una vez más las estrellas de este cielo…ya lo tengo decidido, ya le puse punto al texto, creo que al final, lo diré a mi compañero, no es seguro que se acabe, solo tengo por certero que aunque dura es mi carga, aliviarla es el deseo».
“Hay que arriesgarse por el arte y la paz”
La poesía, los dibujos, la música y el arte en general, comenta Marcela, “ayudan a nutrir el universo interior, porque uno se expresa, da su punto de vista, deja de reprimir lo que uno siente y eso aporta a la paz de cada uno”.
Así, Marcela cree y se pone a ella misma como evidencia, que las posibilidades de expresión y desahogo que hay en el arte, y que ella encontró en la poesía, le permitieron estar en paz consigo misma y, por extensión, con el mundo de afuera.
“La mejora manera de aportar a la sociedad es aportando a uno mismo”, dice.
Pero más allá de eso, Marcela está convencida de que la poesía sirve para crear lazos y vínculos sociales apelando a aquello que ella considera lo más fundamental de la esencia humana: la empatía, “ponerse en el lugar del otro”, que, también, es una de las cosas más importantes en la construcción de paz para ella.
Por eso, concluye, “apostarle al arte es necesario. Hay que apostarle al arte y a la paz con todo, hay que arriesgarse por el arte y la paz”.