Gracias a la fabricación y venta de broches, llamados también 'paolines', esta iniciativa le ofrece una alternativa económica a un grupo de madres de áreas vulnerables, para que puedan pasar más tiempo con sus hijos.
En una vereda ubicada en la sabana de Bogotá*, un grupo de mujeres que viven en áreas vulnerables se reúnen alrededor de los hilos y las chaquiras para dar vida al mundo de Color de Esperanza, un proyecto que nació gracias a varias experiencias de Paola Benrey Granados.
Paola nació y creció en el seno de una familia de artistas. Su mamá y su abuela hacían pesebres y cuadros, y su papá tocaba piano. Cuando estaban todos en casa, el arte los reunía, ya que todas las mujeres se sentaban juntas a hacer artesanías. Este, según la opinión de Paola, fue el primer impulso que la condujo por el camino de las manualidades.
El segundo fue su embarazo. Fue madre a los 19 años y para poder darle una buena vida a su hijo, trabajó por más de 16 años en el mundo empresarial.
“Era una vida supremamente ocupada, en donde parte del tiempo que usaba en el trabajo se restaba al tiempo que podía estar con mi hijo”, cuenta la emprendedora.
Pero la experiencia que marcó el inicio de Color de Esperanza se dio cuando se fue a vivir por seis meses a Sudáfrica, a Ciudad del Cabo, donde realizó un voluntariado con los niños en los townships, zonas creadas durante el Apartheid en las que aún persiste la pobreza.
“En mi estadía en Sudáfrica vi muchos niños en la calle, que un día podían ser muy amorosos y a la semana se volvían groseros y agresivos. A raíz de todo lo que viví allá, volví a Colombia decidida a hacer una fundación”, recuerda la colombiana.
Fue ahí cuando pensó en un proyecto que le permitiera brindar a los jóvenes unas bases sólidas en sus casas, para que estos espacios se convirtieran en lugares donde ellos pudieran crecer más tranquilos. Creyó que la mejor forma de lograrlo era dando trabajo a las madres.
Del engranaje más grande al más pequeño
La idea de ayudar a las madres para poder, indirectamente, favorecer a los niños, nació en Sudáfrica. Paola percibió que, sin importar cuantas horas estuviera hablando con los niños sobre el respeto, si ellos regresaban a una casa donde no veían replicadas esas enseñanzas, la labor perdía.
“Hay muchos estudios que demuestran que cuando las oportunidades y las condiciones económicas de una mamá están sólidas, eso baja en cascada a sus hijos. Color de Esperanza pretendía en un principio ser un proyecto que trabajaba con los niños, pero con la experiencia en Sudáfrica se fortaleció la idea de trabajar primero con las madres”, explica ella.
Y sí se ha logrado, o por lo menos así lo demuestran las experiencias de Diana Carolina Espinoza y Ángela Herrera, tejedoras del proyecto, quienes ahora pueden pasar tiempo con sus hijos mientras ganan dinero.
“En medio de la pandemia me quedé sin trabajo, no tenía dinero y tuve que venir a vivir con mis padres para que me apoyaran. Cuando ingresé a Color de Esperanza pude solucionar mi situación económica, pude estar más tiempo pendiente de mis hijos, de sus tareas, paso tiempo con ellos. No tengo que dejárselos a cargo a una persona extraña. Eso es lo más valioso”, opina Herrera.
Otro beneficio que trajo consigo el proyecto fue que, al igual que ocurrió en su casa, los prendedores se convirtieron en un punto de reunión para las familias. En algunos hogares los paolines son tejidos por las señoras, pero luego son los niños los que los bordan estas figuras.
Color de Esperanza también busca brindar a las madres charlas sobre cómo reconocer y fluir mejor con las emociones, modos de ahorro y nutrición. A través de esto quieren empoderar a las mujeres y brindarles información que les permita ser mejores madres.
“Uno obviamente sueña con cambiar el mundo, pero no es tan fácil, principalmente porque estas mujeres vienen de una historia familiar y de vida que tiene muchos más años que Color de Esperanza”, reconoce.
No obstante, mujeres como Espinoza agradecen la labor que hace Paola, y consideran que “ha sido muy chévere e interesante ver los medios que ella nos brinda para aprender a hacer los trabajos. Ella trae hasta la vereda a la profesora para capacitarnos”.
Gracias al proyecto muchas madres han empezado a construir sus casas y otras que lograron salir de las deudas que tenían con los llamados ‘gota a gota’.
“En unos años me sueño que toda esa vereda pueda vivir de esto y que les pueda dar sustento económico, tranquilidad y estabilidad a sus familias. A mediano plazo quisiera tener un centro de aprendizaje, donde ellos puedan saber cómo hacer una huerta, donde vean clases música o de programación. Darles herramientas a los jóvenes con las que se puedan enfrentar al mundo”, concluye Benrey.