Como herramienta de desahogo, como ancla a su región y como mecanismo de construcción de memoria, la música llanera ha acompañado a Berzabeth Martínez durante toda su vida.
Durante los primeros años de este milenio, cuando la Fuerza Pública se dispuso a recuperar la Zona de Distensión, que el entonces presidente Andrés Pastrana había entregado a la guerrilla de las Farc en el marco de la negociación del Caguán, comenzó uno de los momentos más álgidos del conflicto armado en Colombia.
Miles de personas tuvieron que salir desplazadas a causa de la confrontación, entre ellas las mujeres de la región del Alto Ariari, en el Meta, quienes décadas antes habían conformado la Unión de Mujeres Demócratas del Meta, una fuerte organización comunitaria que trabaja desde y por la población de la región y del departamento, pero que fue extinguida por la violencia.
Años más tarde, sus fundadoras e integrantes se reencontraron en Villavicencio y comenzaron un proyecto de reestructuración de la organización. Así, entre otras cosas, crearon una escuela de alfabetización con el objetivo de poder tramitar de manera efectiva sus denuncias por desplazamiento y desaparición forzada.
Pero mucho más que un lugar para aprender a escribir y a leer, la Escuela de Alfabetización Celmira López Sabogal se convirtió en un espacio de construcción de memoria: entre otras cosas, compusieron de manera colectiva una canción en la que contaron lo que les sucedió durante los años del conflicto y le encargaron su interpretación a Berzabeth Martínez, una de las pupilas de la escuela.
La historia de Berzabeth
Comenzó a cantar de niña, en las sabanas de Tauramena, en el Casanare, donde sus abuelos tenían una casa hecha de madera de palma a la que llegó de seis meses de nacida.
Nació en Sabanalarga, en 1953, pero no recuerda nada de su pueblo, pues salió muy pequeña a causa de la separación de sus padres: “Mi padre se fue con otra señora y dejó a mi mamá con siete hijos”.
En casa de sus abuelos vivió una infancia con poco estudio y mucho trabajo. Cuenta que, por mucho, asistió seis meses a la escuela. Para llegar a la institución educativa más cercana tenía que cruzar un caudaloso río a lomo de buey o de burro, y eso solo era posible si estos no estaban ocupados jalando el trapiche para moler la caña.
Además, cuenta Berzabeth, “en ese tiempo en el campo no nos daban estudio, decían que qué estudio para ordeñar una vaca, que qué estudio pa’ sacar yuca. Debido a eso yo me crié totalmente analfabeta”.
Por eso, su infancia estuvo marcada por el trabajo: recogía café, ‘paliaba’ la piña, sacaba yuca, cocinaba para los trabajadores de la finca, arriaba a los bueyes y a las vacas, y recogía agua del caño: “Eso no era como ahorita que los muchachos duermen hasta tarde. A nosotros nos levantaban muy tempranísimo a trabajar, yo no tuve ninguna infancia bonita, ninguna niñez, ninguna muñeca«.
La música llanera
Su único contento, cuenta ella, era la música llanera.
Recuerda que durante las largas y calurosas jornadas de trabajo en la llanura, mientras arriaba las vacas y los bueyes, sintonizaba en el pequeño radio transistor de su abuela las emisoras de La Voz del Llano y La Voz del Cinaruco.
“Cuando me iba a la sabana me ponía a cantar, me fascinaba cantar y me llenaba de gozo y alegría, pero me tocaba lejos, donde mi mamá no me escuchara, porque me regañaba».
A todo volumen escuchaba las voces de ‘El Alcaraván’ Alfonso Niño y de Jesús Moreno, y canciones como la Garcita del Casanare, el Caimán de Bocabrava y la Corocora del Llano, y cantaba los pedazos que se aprendía al escuchar, “como no sabía leer ni escribir, no podía copiar las canciones».
Y fue la alegría que le traía cantar la que la ayudó a sobrellevar la nostalgia y la tristeza que llegó cuando, por motivos de trabajo, tuvo que dejar el Llano.
Se fue al departamento de Boyacá, al municipio de Paipa y luego llegó a Sogamoso, a trabajar con un sargento del Ejército.
Con nerviosismo y risa recuerda la noche de su debut en el escenario: su jefe, quien la había escuchado cantar, la llevó a una reunión que tenía con sus amigos. Tenía puesto un vestido que le prestó la esposa del sargento y estando allá la persona encargada de la música, que tocaba un arpa, le preguntó cuál era su nota.
“Me dijeron ‘señora cuál es su nota’ y yo ni siquiera sabía qué era una nota, no entendía y lo que hice fue ponerme toda nerviosa. Hasta que me dijeron que cantara una canción, canté ‘La Revuelta de la Canción,’ y salió bien pero yo estaba muerta del miedo, no hallaba ni qué hacer».
Después de trabajar en Sogamoso, se devolvió a Paipa; pero la nostalgia estar lejos de su tierra hizo que, poco después, emprendiera su retorno: “Volver al Llano fue como un viaje al cielo”, comenta Berzabeth.
La Hija de la Llanura y su conjunto
Después de un breve paso por Casanare, llegó a Villavicencio, al barrio La Reliquia, donde una de sus hermanas estaba viviendo con sus hijos, y a donde habían llegado muchas personas desplazadas desde la región del Alto Ariari.
Fue allí donde conoció a varias compañeras que le dijeron que la renacida Unión de Mujeres Demócratas del Meta habían fundado una escuela donde podía aprender a leer, escribir, sumar y restar.
Escéptica al principio, Berzabeth decidió inscribirse y llegó así a la Escuela de Alfabetización Celmira López, donde se encontró con varia mujeres que habían sido desplazadas por la violencia.
“A mí me dio muy duro de saber todas esas cosas que les habían pasado a mis compañeras, me llené de tristeza al saber todo lo que estaban sufriendo, lo que estaban llevando ‘del bulto’, la situación de ellas”, explica Berzabeth.
Todo eso quedó consignado en un libro que las mismas mujeres de la escuela escribieron y que titularon ‘Historias no contadas’, así como en el informe acerca de desaparición forzada que, junto con ellas, preparó el Colectivo Orlando Fals Borda y que enviaron a la Justicia Especial para la Paz (JEP) con el objetivo de que el tribunal abriera un macro caso alrededor de ese tema.
Berzabeth había mencionado en la Escuela que le gustaba mucho cantar y, para el día de la presentación del informe en Bogotá, compusieron entre todas la canción ‘Mujeres Guerreras’, en la que hablan de sus experiencias de desplazamiento.
Con el apoyo del Colectivo, consiguieron una guitarra y un cuatro, y armaron un grupo llamado La hija de la Llanura y su Conjunto, con Berzabeth como la voz principal.
Ella cuenta que no fue fácil relatar las historias de sus compañeras, pues se llenaba de tristeza cada vez que recordaba todo lo que les había sucedido: “Después dije ‘música maestro que el sentimiento me mata’ y comencé a cantar la canción”.
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