Entre las montañas de los Andes, a pocas horas de Bogotá, el Colegio Nuestra Señora de la Salud de Supatá impulsa, desde una educación agropecuaria, prácticas sostenibles que buscan preservar la tierra y mantener a los jóvenes interesados en el territorio.
Para llegar a Supatá, se requieren dos horas de viaje desde Bogotá. Aunque todo depende de la pericia del conductor, el camino es simple; se toma la autopista hacia Medellín, saliendo por la calle 80, para después desviarse hacia San Francisco. Ya en el casco urbano se toma una vía estrecha, un carril subiendo y uno bajando, con curvas en todo su trasegar, cual río que recorre los Andes colombianos.
Recorrer estas vías secundarias, es más fácil entender por qué a García Márquez se le hizo factible convertir en magia la realidad, pues entre la vegetación, las montañas, los pequeños arroyos y cascadas que uno encuentra en el camino, es fácil pensar que se está recorriendo el paisaje de un cuento de hadas.
Desde San Francisco son alrededor de 30 minutos, y varias vírgenes a lado y lado del camino, hasta que un letrero que enuncia «Supatá, joya ecológica del Gualivá» avisa que ya se encuentra uno en tierras supateñas.
¿Joya ecológica? Pues sí. El municipio cuenta con innumerables nacimientos de agua, la mayoría provenientes del cerro del Tablazo, a 3.285 metros sobre el nivel del mar y a 16 km del casco urbano del pueblo. Dicen quienes han vivido toda su vida allí que fue en aquellas frías tierras de páramo donde los chibchas escondieron los tesoros de la diosa Chía. Hoy, gracias a una serie de esfuerzos pedagógicos, los más jóvenes entienden que el tesoro es el ecosistema que rodea a su hogar. Incluso, empiezan a cuidarlo con el mismo recelo que aquellos ancestros indígenas.

El pueblo es pequeño, con un parque central, como en la mayoría de los municipios de Colombia —herencia de la colonización española—, pero con ciertos monumentos que lo destacan, como un obelisco central que según los locales, en años anteriores estaba decorado con pictogramas haciendo homenaje a los pueblos indígenas que alguna vez ocuparon el territorio.
También, una estatua en bronce de un burro con su «enjalme» cargado de bultos de café y lo más particular, una estatua de una rana color dorado con patas negras, que en su base enuncia “Rana Dorada de Supatá”, una especie endémica, que no es más grande que un pulgar, no es venenosa y normalmente se encuentra entre las bromelias. Ambas, dan cuenta de la idiosincrasia campesina y la enorme riqueza natural del municipio.
El Colegio Nuestra Señora de la Salud —única institución de carácter oficial del municipio— también es reflejo de ello. Está justo donde se encuentran el campo y el casco urbano, como quien se dirige a Pacho, subiendo por una calle empinada.
La institución cuenta con más de 250 alumnos únicamente en su sede de bachillerato, que estudian en varios edificios: dos de salones, una caseta de comidas y otra casa pequeña que es hogar de los diferentes laboratorios en los que aprenden sobre el campo y los ecosistemas. Hay mucho verde y las montañas al respaldo de la institución dan una postal única.

Para docentes y estudiantes, las ciencias naturales no se aprenden en un libro, sino con las manos en la tierra; una huerta, un vivero o una compostera pueden parecer elementos comunes, pero allí son el eje de un modelo pedagógico que transforma desechos, cultiva saberes y siembra futuro.
Lady Paola Garzón Gordillo, licenciada en química, camina entre suculentas y lombricarios mientras explica que lo que buscan es «que los jóvenes vean que el conocimiento es aplicable a cualquier entorno de la vida cotidiana». En un territorio donde el 70% del estudiantado proviene de zonas rurales, lo que otros considerarían basura aquí es semilla. Junto con su colega Robinson Gómez, docente de técnica pecuaria, el programa de sostenibilidad se volvió transversal a todas las áreas: desde química hasta ética, desde arte hasta matemáticas.
En la escuela no hay rincón que no enseñe: se recicla agua, se separan residuos, se compostan sobras del restaurante escolar y se alimentan lombrices californianas con desechos y cunchos de café donados por una panadería vecina. «Nos dimos cuenta de que todo lo que tirábamos podía tener un segundo uso», cuenta Karina Pinilla, estudiante de grado 11, que junto a sus compañeros lidera jornadas de recolección de desperdicios tres veces por semana. Luego, cuenta, los procesan y usan como abono en cultivos de maíz, arveja, cilantro y cactus, entre otros.
«El proyecto nació en 2017, con una convocatoria de la Gobernación», recuerda Gómez. Desde entonces, se implementaron pacas biodigestoras, sistemas verticales de lombricultura, huertas escolares y una cabina germinadora. Hoy producen cerca de una tonelada de abono al año, que venden a precios justos junto a lombrices, plantas ornamentales y kits agrícolas a los agricultores del municipio, generando relaciones entre los distintos actores del territorio y dinamizando la labor rural.

Gracias a la articulación con el SENA, los estudiantes se gradúan con títulos técnicos en agropecuaria o sistemas. El enfoque pedagógico «no es solo aprender a sembrar», explica Garzón Gordillo, «es entender el ciclo completo: producir, transformar, comercializar y reinvertir», pues el grupo líder de 15 estudiantes gestiona los ingresos del proyecto, toma decisiones financieras y reinvierte en herramientas e insumos.
El programa no se queda en la sede principal; entre alumnos, docentes y la misma comunidad han extendido su alcance a las 13 sedes de primaria ubicadas en las diferentes veredas del municipio, como Los Negros, El Encantado, Campallo y Lajas, donde cultivan café, plátano y yuca con procesos sostenibles.
Su trabajo ha sido reconocido en diferentes escenarios, como un tercer lugar en «Canapro Proyectos Ambientales» en 2022, y un segundo lugar en el mismo certamen en 2023. Más allá de los premios, lo que celebran es la apropiación de los saberes por parte de los estudiantes, quienes defienden con orgullo su territorio y sus métodos, preservando no solo el trabajo de la tierra, sino implementando procesos sostenibles.
«Esto no es un proyecto, es una forma de vivir el aprendizaje», dice Stephanie Linsay Gaitán, estudiante de la institución, mientras muestra un lombricario en forma de canastilla que facilita la recolección del abono. En esta escuela, la sostenibilidad no es un discurso: es una práctica cotidiana donde cada residuo tiene un propósito, cada planta una historia y cada estudiante, una raíz.
Así, los docentes demuestran que en el campo sí hay futuro y se promueve la permanencia de las nuevas generaciones en una tierra que, como demuestran los senderos que la visitan, rebosa en oportunidades y realismo mágico.