Rememorando enseñanzas del pasado, sensibilizando a la gente y apostándole a la educación como principal herramienta, el Parque Nacional Natural El Cocuy está siendo preservado gracias a los campesinos que lo habitan.
“Nadie mejor para cuidar su casa que su dueño”, dice Jairo Carreño, guía local del municipio de El Cocuy, en Boyacá, al hablar de la importancia de que las personas que acompañen a los turistas en sus expediciones a la Sierra Nevada de El Cocuy, Güicán y Chita sean oriundas de la región.
Para él, la Sierra y el parque son su hogar: “Para mí esto es todo”, dice, “es el monte para la cabra”.
Hace 20 años que Jairo se aprendió los caminos para subir a los picos de la Sierra. Lo hizo de adolescente, cargando las maletas de los turistas que entonces llegaban al parque sin ningún tipo de restricción, precaución o información.
Entre grandes grupos de citadinos inexpertos, llegaban también algunos montañistas y caminantes experimentados, de los que Jairo aprendió buena parte de lo que sabe hoy. Sin embargo, a principio del milenio tuvo que salir de su pueblo a causa del reclutamiento forzado que vivían muchos jóvenes de la región y del que él se salvó por poco.
Se fue para Bogotá, donde cuenta que nunca se amañó. No hacía sino pedirle a Dios que lo dejara volver.
Algunos años después, con los ánimos más calmados, aunque todavía con la guerra latente, Jairo volvió de vacaciones y se quedó. Comenzó a estudiar un técnico con el Sena y como proyecto de grado su profesora le dijo que debía llevar al grupo a la Sierra.
“Así fue que ella me graduó de guía. Fue un accidente en realidad. Ya después estudié para ser guía profesional, pero eso fue hace cuatro o cinco años” cuenta.
Desde entonces, Jairo ha realizado cientos de ascensos a los picos de la Sierra y con todo lo que ha aprendido de cursos, de montañistas y ambientalistas expertos que llegan para subir, así como de la montaña misma y sus experiencias en ella, está convencido de que su papel más importante es el de educar al visitante, particularmente al citadino, “que muchas veces no tiene conciencia ambiental”.
Un lugar sagrado en riesgo
El Parque Nacional Natural El Cocuy es hogar de especies como el oso de anteojos, el cóndor de los andes, los venados cola blanca, así como de millones de frailejones, una especie que crece un centímetro cada año, por lo que los que allí habitan son, literalmente, milenarios.
Es también un lugar sagrado para los Uwa, la población indígena que habita en sus montañas desde hace siglos. También es una tierra que históricamente han cultivado los campesinos, descendientes de los cruces entre indígenas y colonizadores españoles.
Marlen Ibáñez, campesina y guía local, es una de ellas. Su bisabuelo era indígena, su bisabuela española y recuerda trabajar de niña en su finca, metida en el páramo donde cultivaban la tierra y donde tenían algunas cabezas de ganado, ovejas y cabras.
Como Jairo, Marlen también cuenta que tuvo que salir de su territorio a causa de la violencia, no por miedo a ser reclutada por las Farc, sino por los atropellos que sufrieron ella y su familia por parte del Ejército una vez la región fue declarada como ‘zona roja’ y los combates se intensificaron: “Nos sacaban las cosas de la casa y nos las quemaban; si teníamos una bombona de gas, ya era para hacer una bomba. Nos declararon zona roja, pero nunca nos declararon víctimas” comenta.
Ella coincide con Jairo en que su principal labor como guía es la de sensibilizar a la población que llega acerca de la importancia del lugar.
“Hay que explicarles que las semillas de las manzanas o las peras no se puede botar, lo mismo la cáscara del banano, porque eso no es propio de este ecosistema y se convierte en basura. Decirles que si tiran un papel en el glaciar, en ocho días aparece un cráter ahí porque la nieve se derritió. Cualquier cosa externa puede perjudicar este ecosistema, que es muy frágil” comenta Jairo.
Y es que previo a la entrada de Parques Nacionales como institución a cargo del lugar, no existía ningún tipo de normativa en cuanto a la capacidad de carga, los medios para llegar a los picos o lugares restringidos por su fragilidad, cosa que permitió que un grupo de escaladores realizara un partido de fútbol en el glaciar Ritacuba Blanco, el más alto de la Sierra.
Después de eso las comunidades campesinas e indígenas decidieron clausurar todas las entradas al parque y así permanecieron por 17 meses.
Eso, en un municipio que vive principalmente del turismo, generó graves afectaciones para la población.
Las complejidades de la conservación
Esa dependencia del turismo, sin embargo, no apareció de la noche a la mañana y para muchos responde más bien a la falta de atención de la que ha sido sujeto la ruralidad en Colombia.
Tanto Marlen como Jairo dicen que muchas familias de larga tradición campesina han tenido que recurrir a otro tipo de sustento económico a causa de la falta de oportunidades que hay en el agro: se invierte dinero para poder sembrar una cosecha que sin embargo después no se puede sacar a causa de las vías y que, incluso si se pudiera, no genera ninguna rentabilidad por los bajos precios de los productos en el mercado.
“Una se queda sin ganas de sembrar, se desanima, entonces la gente se está enfocando en el tema del turismo” comenta Marlen.
Esa falta de oportunidades en el campo ha hecho también, en El Cocuy y en todo el país, que los jóvenes se desinteresen por ese trabajo y salgan del territorio en busca de otras posibilidades.
“Muchos jóvenes de los que estamos acá buscamos la manera de salir porque no hay oportunidades en el campo. Muchos salen de los colegios, no a estudiar a otro lado, sino a trabajar a las ciudades” comenta Brayan Barón, un joven campesino de 18 años recién graduado, quien ha encontrado en la guianza turística una alternativa, pero que de todas formas quiere ir a Tunja a estudiar veterinaria.
Por otra parte, Carlos Pérez, campesino papicultor y también guía turístico, así como Marlen, opina que las normativas que existen para el manejo del suelo en el parque y en general su conservación, no han tenido en cuenta las realidades del campesinado de la región, o por lo menos de parte de él.
Así, por ejemplo, la Ley 99 de 1993 establece a los páramos como zonas de protección especial, prohibiendo así su uso agrícola y destinándolos únicamente para conservación. Eso, sin embargo, desconoce la realidad de que tanto campesinos como indígenas han cultivado en esas tierras históricamente.
Brayan, Marlen y Carlos sostienen que lo que ha hecho Parques y el municipio es comprar esas parcelas, en algunos casos, dice Marlen, por un precio por debajo del que ellos consideran justo “porque esto no vale por lo que produzca, sino vale por la riqueza del agua”, y en algunos casos ofrecen una alternativa productiva al campesino que habitaba allí, pero no siempre.
También aseguran que se han dado pagos por servicios ambientales, pero tanto Carlos como Marlen sostienen que no son suficientes para cubrir los gastos de la vida diaria: “Quizás el gobierno da bonos de medio salario mínimo por servicios ambientales, pero quién vive con eso, quién estudia con eso. El campo se está quedando solo porque no hay oportunidades”.
En ese sentido, se han generado una diversidad de conflictos alrededor de la tierra y su uso entre la población campesina que habita allí históricamente y la institucionalidad que, ante todo, busca propender por la conservación del ambiente.
Con eso último están también de acuerdo los locales, quienes, de hecho, aseguran que “si hay alguien que ha conservado el parque, hemos sido los campesinos”. En ese sentido, si bien no han estado siempre de acuerdo con las normativas, sí las acatan pues saben el riesgo en el que se encuentra su tierra.
“Uno se va dando cuenta de que el agua se va acabando, se van secando los nacimientos, se derrite el glaciar, se van acabando los frailejones y se comienzan a dar plantas de tierra caliente en más altura” dice Marlen, quien también recuerda el profundo arraigo que tienen por su tierra y que es lo que la motiva a abogar por su conservación: “No ve que cuando uno se va para Bogotá y escucha un carranguero o un paisano, ¡cómo se alegra! Es que su tierra es su tierra”.
Por ello, más allá del rol de sensibilización a los turistas que realizan como guías, como campesinos también han planteado y en algunos casos ejecutado otros planes para la conservación del lugar.
La conservación en manos campesinas
Uno de los grandes objetivos que tienen las comunidades campesinas es poder conciliar sus tradiciones con las necesidades de conservación actuales. Así pues, por un lado, Jairo sostiene que es de fundamental importancia poder generar espacios de dialogo frecuente entre instituciones como Parques Nacionales y las alcaldías municipales con las comunidades campesinas e indígenas, particularmente aquellas que habitan y cultivan todavía en áreas de páramo.
Desde allí podrían generase consensos y acuerdos entre las partes en torno a la conservación, que es también una prioridad para los locales.
En ese sentido, por ejemplo, Marlen propone que cada campesino pueda conservar su tierra y en caso de que esté en un lugar donde no se pueda sembrar, la institucionalidad ofrezca alguna alternativa productiva con la garantía de que pueda comercializar sus productos, pues el campesino quiere seguir siendo campesino: poder trabajar la tierra y que dedicarse a otros oficios como el turismo sea una elección y no la única salida para poder sobrevivir.
“Necesitamos oportunidades que le demuestren a la gente que sí se puede vivir bien sin intervenir el ecosistema, conservando, pero con oportunidades de vida, porque quién va a querer vivir conservando, pero aguantando hambre”.
Por otra parte, desde las juventudes del territorio también se han llevado a cabo algunos proyectos para concientizar a más población local y propender por la protección del parque y las tierras que lo rodean.
Brayan, además de campesino y guía, es consejero de juventudes y miembro de la Junta de Acción Comunal de la vereda Cañaveral, sector La Playa.
Desde ambos espacios ha abogado por la protección del parque y ha buscado generar entre los locales una mayor conciencia ambiental. Y aunque dice que los jóvenes poseen poco margen de acción y que no pueden sino ‘alzar la voz’, “tratamos de hacer lo que más podemos”.
Así, desde el Concejo de Juventudes se han concentrado en un tema que consideran es fundamental: la educación. De este modo, han pasado propuestas a la alcaldía municipal para crear en los colegios un técnico agropecuario o ambiental, así como comenzar a incluir dentro de los currículos la educación ambiental “para que desde pequeños los niños vayan apropiándose de ese tema” asegura Brayan.
Y es que, afirma, si bien los jóvenes conocen bien su territorio, los lugares que lo componen y las especies de fauna y flora que lo conforman, así como sus usos, no hay una verdadera conciencia alrededor de lo fundamental que es el ecosistema para la vida en la región.
En ese sentido, Brayan también invita y motiva a sus amigos y a los jóvenes del municipio a participar en las reuniones que se realizan desde la Junta de Acción Comunal alrededor de temas ambientales, el deterioro del glaciar en la Sierra Nevada y las diversas acciones que se pueden adelantar desde la cotidianidad para cuidar el medio ambiente, o por lo menos desacelerar los ya inevitables efectos del cambio climático.
“Sabemos que el cambio climático se está dando, que el glaciar va a desaparecer, pero tal vez lo podamos retrasar así sea un poquito, que no se dé tan rápido. Por ello trato de concientizar a través de todos los medios que tengo” sostiene Brayan.
De la misma manera, incluso en espacios de “parche entre parceros” Brayan les insiste a sus amigos “que le debemos todo a la tierra y que debemos cuidarla”.
Sus esfuerzos, cuenta, no han sido en vano, pues ahora suele ver a sus amigos con bolsas para botar los residuos en vez de dejarlos en la carretera e interesados por temas ambientales y de conservación. Al final, ellos, también campesinos, han visto con sus propios ojos las afectaciones.
“Entre bromas y risas sí he visto cómo ellos cambian su perspectiva y ayudan en lo que pueden, y también se convierten en replicadores de eso, les comentan a sus familias, a la novia y luego ella a su familia y así sucesivamente. Eso se va cambiando de a poquito”.
De todas maneras, insiste en la poca capacidad de acción y ejecución que tienen cargos públicos juveniles como los concejos de juventud, que sirven más que otra cosa para expresar las necesidades y los intereses de los jóvenes, pero no para proponer y ejecutar proyectos concretos.
Por ello, y teniendo en cuenta el creciente interés que hay dentro de parte de la juventud por involucrarse en procesos sociales y comunitarios, dice que hay que fortalecer esos espacios y darles facultades para proponer, diseñar y ejecutar acciones concretas.
Y aunque Brayan pertenece a esa mayoritaria población que quiere salir del municipio a buscar posibilidades de estudio, también pertenece a la minoría que quiere volver después. Dice que la mejor manera en que pueden contribuir los jóvenes en este momento es a través del estudio, por lo que él quiere ir a Tunja a estudiar veterinaria, que siempre lo ha atraído porque se crio en medio de vacas, perros y caballos y conoce bien el valor que tienen los animales para el campesino.
“Además mi familia siempre ha sido de acá y eso me hace querer más nuestra tierra. Por eso tengo la idea de salir, pero para poder volver y con esos conocimientos ayudar a mi municipio y a mi tierra”.
Recuerda que, de pequeño, en su colegio la profesora los motivaba a él y a sus compañeros a generar campañas para el cuidado del ambiente: jornadas de recolección de basura, siembras, creación de eco ladrillos y demás.
Él, así como sus compañeros de salón, hacían caso motivados por el premio que había para el que recolectara más basura o el que más árboles sembraba.
Ahora, dice, no es la profesora la que ofrece una chocolatina de recompensa, sino el ecosistema y la tierra misma: «Ella es la que nos agradece y nos da a cambio el agua, los árboles, las flores, la comida y la vida”.