En la Granja Permacultural La Canela, Catalina Velilla y su esposo han encontrado "la verdadera calidad de vida" a través de la agricultura y la conservación.
Para Catalina Velilla, la agricultura es un oficio atravesado por un dilema ético, “nosotros tenemos que tomar una decisión: llevarle al consumidor salud o llevarle enfermedad”.
Cuando lo dice lo hace con cierta preocupación motivada por el excesivo y perjudicial uso de agroquímicos, herbicidas, insecticidas y demás sustancias con las que se rocían los productos del agro.
“¿Cuándo se nos ocurrió, por Dios, echarle veneno a la comida y comerla así?” dice sacudiendo la cabeza.
Desde que era niña siente un profundo amor por el campo, que heredó de su abuelo y de su mamá. El primero fue campesino y dueño de una finca en Santo Domingo, Antioquia, donde además de cultivar gran variedad de productos, funcionaba una especie de escuela, cuenta Catalina, a donde solían llegar estudiantes de colegios y escuelas a aprender acerca de técnicas agrícolas responsables y buenas prácticas.
“Llegaba la gente a su finca a ver lo que era un pimentón, un pepino cohombro, una habichuela, porque entonces el campesinado no estaba familiarizado con algunos de esos frutos”.
A su mamá la recuerda en su jardín, al medio día siempre regando matas, propias y ajenas, podándolas, hablandoles, cuidándolas.
“Eso yo lo llevo en la sangre y en la conciencia” dice Catalina.
Es periodista de profesión y trabajó algunos años en diario El Colombiano, pero el campo y la agricultura siempre han sido parte fundamental de su vida, no solo por el gusto que les tiene, sino, precisamente, por la necesidad que siente de cultivar productos orgánicos y saludables “para las personas y el territorio”.
Esa, en últimas, fue su principal motivación a la hora de decidir, junto a su esposo Luis Santiago, dejar su vida en Rionegro, Antioquia, para mudarse a la Granja Permacultural La Canela, una finca ubicada entre La Tebaida y Pueblo Tapao, en territorio del municipio de Montenegro en el departamento del Quindío.
Una granja para garantizar la soberanía alimentaria y la sostenibilidad
Hace seis años que Catalina y Luis Santiago viven allí, en una casa construida principalmente de guadua y de bareque, siguiendo los principios de la ‘geometría sagrada’, a través de formas y patrones que se encuentran en la naturaleza.
No producen aguas residuales, pues cuentan con lo que Catalina llama ‘baños composteros de lujo’, en los que convierten los residuos en compostaje que después usan de abono para algunos de sus cultivos.
Cuentan con una pequeña ‘bio planta’ en la que producen sus propios abonos y ‘violes’, que son preparados para nutrir la tierra a base de subproductos y residuos de la propia granja: “con las cáscaras de huevo y vinagre producimos un calcio soluble en agua que es muy efectivo para los cultivos y con el suero de la leche hacemos bacterias acido lácticas, que también ayudan a nutrir la tierra y a controlar olores, por ejemplo”.
Además, lo que hace seis años era un potrero para pastar, hoy es un bosque biodiverso y rico en alimento. Han aprovechado su terreno de tal manera que han conseguido casi completamente su soberanía alimentaria, que Catalina distingue de la ‘seguridad alimentaria’ diciendo que esta se limita a garantizar el alimento, mientras que la soberanía garantiza el alimento y su calidad.
Son pocas las veces que van al supermercado y más pocas las cosas que allí compran: “papel higiénico; vino; cerveza, aunque a veces Santiago produce cerveza, pero hace rato que no”, así como algunos insumos para mantener sanos sus cultivos, cuenta Catalina, mientras se toma un tinto del café que tienen sembrado en su terreno.
Se mudaron al campo porque querían dedicarse de lleno a la agricultura, ser cultivadores de tiempo completo y convertirse en un ejemplo para las personas, pues para ellos volver al campo “es un tema de cocreación, de creación en comunidad y es una reverencia a la alimentación y la conservación”.
Así, además de café, siembran maíz, yuca, ahuyama, frutas de toda clase y palmitos, entre varios otros productos y tienen también cría de Camuros, llamadas comúnmente ‘ovejas de tierra caliente’ porque en vez de tener un vellón de lana, tienen un grueso pelaje que los protege de las altas temperaturas.
También cultivan frutos nativos del territorio, como la Chaya, que según explica Catalina es una especie de espinaca hecha arbusto, originaria de Centro América pero con una capacidad excepcional para darse en cualquier entorno y para combinar bien en cualquier plato.
“Es muy deliciosa y tiene un contenido nutricional y medicinal impresionante, tanto que la han clasificado como uno de estos ‘alimentos del futuro’. Si en todos los ante jardines de Colombia hubiera uno, se acaba la desnutrición en este país” dice convencida del poder y la importancia de los alimentos criollos y orgánicos, al punto de tener un grupo de divulgación local de la Chaya.
Una granja para conservar los bosques
Ese, sin embargo, no es el único grupo que han creado o del que hacen parte. Catalina y Santiago se han involucrado de lleno en la conservación ambiental, por lo que, por un lado, dedican el 25% de su granja a la conservación forestal a través de la siembra de diversas especies nativas del territorio.
Además de ello, hacen parte de los Sistemas Municipal y Departamental de Áreas Protegidas, Simap y Sidap, respectivamente, desde donde han adelantado campañas de conservación de los bosques nativos en alianza con la Alcaldía de Montenegro, la Gobernación del Quindío e incluso con gremios empresariales como la Federación Nacional de Cafeteros.
Asimismo, hacen parte de la Red Colombiana de Reservas Naturales de la Sociedad Civil, Resnatur, en cuya junta directiva está presente Catalina desde este año y son miembros también de la Asociación Biodinámica de Colombia, que se dedica promover la agricultura biodinámica, un método de agricultura ecológica que tiene las particularidades de emplear preparados con plantas medicinales para nutrir la tierra y de tener en cuenta los astros en la realización de labores agrícolas.
Y es que Catalina y Santiago no solo creen en las diversas actividades y causas que realizan y defienden esas organizaciones, sino que también creen que a partir del diálogo e intercambio de saberes pueden, por un lado, transmitir lo que han aprendido en estos años, y también continuar nutriendo su experiencia y recuperar así el conocimiento ancestral de las prácticas de la agricultura orgánica.
Todo eso, claro, con el propósito fundamental de producir alimentos que lleven salud y bienestar a quien los consume, y allí Catalina recuerda la ética detrás de la agricultura: “yo no puedo producir un alimento que enferma porque estoy afectando a las personas, al territorio, la economía. ¿Cuál es el costo oculto para el sistema de salud tener una mala alimentación? ¿Cuánto le vale eso al país y al planeta?”.
“Vivir en el campo es la verdadera calidad de vida”
Eso dice Catalina cuando responde a la pregunta de qué han significado estos años de vida en el campo: salud física, mental, emocional y social. “Es salud para ti y para tu entorno”.
Y agrega: “vivir en el campo es bajarse de ese sistema que te pone a producir para comprar cosas que no necesitas para sostener una apariencia que a nadie le importa. ¿Vivimos por la plata o por la vida?” asegura sentencia Carolina.
Dice que no se aguantaría ya la vida en la ciudad, pues se ha acostumbrado a la amplia vista que tiene desde su granja, desde donde solo se ve el verde de las montañas y los árboles; a tomar el café que siembra en su jardín y a comer las verduras que produce en su huerta, orgánicos y verdaderamente saludables. Catalina y Santiago no se devuelven a la ciudad porque se han acostumbrado a la vida que brota en exceso de la tierra fértil, libre de asfalto.