Luego del encierro al que se vieron sometidos durante las cuarentenas, un grupo de adultos mayores de Soacha se dedica a practicar tejo en la escuela para adultos del Instituto Municipal para la Recreación y el Deporte: una forma de mantenerse activos y construir vínculos sociales.
La música electrónica que sonaba en el fondo y acompañaba la rutina de ejercicios de varios jóvenes musculosos y descamisados se ahogaba con el ocasional estruendo de las mechas estalladas por un grupo de señoras, que a pocos metros jugaban tejo.
Y aunque el estruendo duraba una fracción de segundo, acompañado de la más prolongada celebración de las mujeres lograba restar protagonismo a las complejas volteretas que hacían los jóvenes y enfocaba las miradas de los transeúntes en las señoras. Su promedio de edad rondaba los 70 años, pero se abrazaban y saltaban como si todas tuvieran 20.
Son estudiantes de la Escuela de Tejo para Adultos, ubicada la Unidad Deportiva Tibanica (en el barrio San Mateo), que creó el Instituto Municipal para la Recreación y el Deporte de Soacha (IMRDS) en respuesta a las peticiones que hicieron los adultos mayores del municipio.
Ellos, una vez terminó la pandemia del covid-19, solo podían pensar en salir del particularmente intenso confinamiento al que se vieron sometidos por el virus.
En total son 70 estudiantes. 55 años tiene el menor y 74 el mayor. Y aunque hay grupos a diario, no van todos al mismo tiempo. Están distribuidos en grupos de alrededor de 20 personas, en dos horarios, tres días a la semana cada grupo.
“Durante la pandemia hacíamos visitas a las casas de los adultos para ver cómo estaban y ellos decían: ‘Lo que más me está matando es el encierro’, muchos se enfermaban solo por el encierro”, dice Alejandro López, director del IMRDS.
Y agrega: “Entre otras cosas, nos dijeron que les gustaba el tejo, o que querían aprender a jugarlo, entonces empezamos con el proyecto. Es un deporte muy bueno porque no exige mucho físico, pero sí concentración y, sobre todo, estimula lo social”.
Trabajo en equipo
Con el director del IMRDS coincide William Mosquera, licenciado en Educación Física, Recreación y Deporte, el ‘profe’ a cargo de la Escuela.
Lleva una chaqueta negra. Antes de comenzar el estiramiento y luego el calentamiento de brazos y hombros, así como de piernas, dirige una oración para bendecir el campo, el tejo, sus jugadores y el día que está haciendo.
“Lo primero es que la Escuela es una oportunidad para que ellos ocupen el tiempo libre que tienen y lo hagan de buena manera: con actividad física”, dice William.
Más allá de eso, sin embargo, el ‘profe’, como lo llaman sus estudiantes, dice que la Escuela se ha vuelto un lugar de reunión, reflexión y, sobre todo, de disfrute.
Según cuenta, “acá la gente viene a disfrutar, a pasar bien con los amigos, porque acá solo viene el que quiere, nadie está obligado”.
Tanto así que cuando alguien llega de mal humor o con un problema, se abren espacios de diálogo para tramitar aquello que aqueja a esa persona, con atención se escuchan entre compañeros y se acompañan en lo que sea que están viviendo.
Incluso han organizado misas en la iglesia del barrio para rezar por los problemas que se comparten.
“También han llegado personas a compartirme más en privado situaciones complejas. Me he convertido en una especie de confidente porque me dicen: ‘Profe, tengo esto, no puedo venir esta semana, pero no me saque que yo estoy feliz’, entonces uno también ve cómo el tejo les ayuda en la parte emocional y a sentir también que aún pueden”.
En búsqueda de la moñona
Y es que todos los asistentes a la Escuela coinciden en que no les gusta estar quietos en su casa y, muy por el contrario, se describen como personas inquietas, activas, vitales y con ganas de aprender cosas nuevas.
“Yo soy una persona muy activa, no me gusta estar allá en la casa acostada viendo televisión. Cuando no estoy acá, estoy leyendo o trabajando en mi otra inspiración que es el tejido”, cuenta María Judí Góngora, de 67 años y quien, en ese, su primer día de clase, logró hacer una ‘embocinada’.
En la escuela se aprenden distintas técnicas de lanzamiento, así como el reglamento del deporte, que tiene una particularidad y es que no es tejo regular, sino minitejo: se juega en una cancha de ocho metros, en vez de 18, que es la medida convencional, y se usan tejos de una libra y cuarto, en promedio, más livianos que los regulares.
“Cada mes hacemos practicas diferentes”, cuenta William, “ahorita estamos trabajando en la embocinada, porque ya trabajamos mechas, y después vamos a trabajar la moñona”.
Se juega, entonces, a 21 ‘manos’ o ‘balazos’, que se refieren a los puntos. El que deje el tejo más cerca al bocín, que es el tubo hueco en la mitad de la cancha y en cuyo borde se ubican las mechas para que exploten, gana una ‘mano’.
Si revienta mecha, gana tres ‘manos’. Si embocina, que es cuando el tejo entra al bocín y no revienta mecha, gana seis ‘manos’. Y si embocina y además revienta la mecha, gana nueve manos. En cada lanzamiento se realiza la sumatoria de los puntos hasta que alguien llegue a 21 y ahí gana un ‘chico’, es decir, una ronda. Se juegan dos y en caso de empate, una tercera.
María Judí llegó a la Escuela luego de que varias amigas le insistieran que debía ir. Sin embargo, cuenta que no había ido antes porque estaba cuidando a su madre: “Ya cumplí esa misión, porque Diosito se la llevó. Entonces ya queda tiempo para que Judí sepa distribuir su tiempo en cosas agradables como esta”, dice y mira al cielo para agradecer a Dios por ese día “esplendoroso”.
Ella es una de las estudiantes que antes no sabía mucho de tejo, así como Luz Estela Alfonso, quien en junio cumple 70 años y se enteró de la Escuela luego de ver un letrero que anunciaba su existencia. “Y entonces yo dije ¡uy sí¡, nunca he jugado y sí me gustaría aprender”, explica Luz Estela.
Ella lleva ya casi dos años en la Escuela y dice, riendo y casi apenada, que antes de que la crearan hacía el desayuno, luego el almuerzo y se acostaba a dormir.
“Pero me cansé de ver novelas porque uno se avieja y le comienza a doler todo, en cambio aquí llevo dos años y ya aprendí, hoy hice tres embocinadas”, indica.
Sin embargo, a la Escuela llegan también estudiantes experimentados, campeones, incluso. Es el caso, por ejemplo, de Rosa Elena Sierra, de 73, una de las estudiantes de más edad. Tiene el cabello morado y dice que llegó a Bogotá de adolescente, luego de que se fuera de su casa huyendo de los maltratos de sus hermanos, con quienes creció luego de la muerte de sus padres.
Comenzó a jugar tejo después de casada y ya con hijos, y le encantó. Tanto que en sus mejores años fue campeona de un torneo entre barrios en el que participó con un equipo improvisado que formó con las amigas que la invitaron por primera vez a jugar.
En palabras de Luz Estela, una de las amigas que a Rosa Elena le ha dejado este proyecto, “ella es de las que hace de todo: hace tamales, vende empanadas, atiende al marido y al hijo, y es la mejor de la escuela”.
Pero Rosa Elena tiene varios dignos contrincantes. Uno de ellos es Héctor Alfonso Rodríguez, de 70 años y quien llegó a la Escuela por la misma época que Luz Estela.
Cuenta que el tejo lo ha acompañado durante toda su vida: su abuelo jugaba, su papá y sus tíos juegan, incluso tiene uno que fue campeón nacional, “entonces cuando me dijeron que iban a hacer la Escuela, me inscribí y acá estoy”.
Héctor nació en Bogotá y ha jugado campeonatos a nivel de clubes en Kennedy, aunque también lo hace ocasionalmente compartiendo una chicha o una cerveza con sus compadres.
Es tan experimentado que ha desarrollado sus propias técnicas de lanzamiento, dependiendo del peso del tejo, así como la distancia de las canchas. Para jugar en la Escuela y en los torneos internos que arman ocasionalmente, de los que fue campeón una vez, toma el tejo con la mano entera, mientras que en las canchas con sus amigos pone el anular y el meñique debajo del tejo.
“Uno ya tiene su experiencia y son técnicas que tiene uno para que no vuele tanto el tejo y se vaya dormido”, explica.
Como sus tres compañeras, Héctor va a la Escuela porque, además de tener un profundo amor por el deporte, no le gusta quedarse en casa. Es pensionado y su esposa trabaja todavía, por lo que luego de hacer los quehaceres de su casa va los lunes, miércoles y viernes a lanzar el tejo.
“Es un espacio para relajarse, para distraerse”, dice, y Rosa Elena agrega, “aquí todos somos compañerismo y amistad, entonces es muy bueno venir”.