Un grupo de mujeres cabeza de familia transforman una planta invasiva, y nociva para el medioambiente, en sustento económico y alternativa energética de su región.
Estos pueblos anfibios, como los bautizó el sociólogo Orlando Fals Borda, habitan entre el agua y la tierra, adaptándose a los cambios que en su entorno producen las épocas de verano y de invierno. Así, en el invierno, y cuando la ciénaga está crecida y llena de agua, dependen de la pesca para conseguir su sustento, tanto económico, como alimenticio.
Pero la taruya, una planta acuática flotante y con un denso sistema de raíces, forma una espesa y extensa capa sobre el manto hídrico que imposibilita la entrada a la ciénaga y su navegación. Así, los pescadores no pueden acceder al agua y mucho menos echar su atarraya para pescar. Tampoco pueden hacerlo las lanchas y las canoas de transporte, impidiendo la comunicación entre veredas y municipios.
Además, la capa de taruya permanece tanto tiempo allí que la materia orgánica de las plantas que completan su ciclo comienza a descomponerse y agota el oxígeno del agua. De esa manera, los peces mueren de asfixia o migran a otras zonas.
Tal es el problema que, en época de verano, cuando el agua de la ciénaga baja y se forman extensos playones, muchos en las comunidades deciden hacer quemas para deshacerse de la planta invasiva. En ese intento, sin embargo, destruyen muchas otras y, así, el ecosistema en general.
De plaga incontrolable a alternativa económica
Ante esa situación, en el 2009 se conformó la Fundación Manatí, un grupo de 30 familias tamalamequeras, la mayoría compuestas por madres cabeza de hogar. Liderada por Emilse Pérez, de 70 años, la organización se dedica a la extracción, procesamiento y transformación de la taruya en productos que van desde el papel y las artesanías, hasta el carbón vegetal.
“Decidimos crear un grupo para proteger ese complejo de agua, que es nuestro sustento, y a la vez generar un empleo para las madres cabeza de familia”, comenta Pérez. Estas mujeres salen una o dos veces al mes en sus canoas a retirar de la Ciénaga la taruya en un proceso largo y difícil, que llevan a cabo de forma manual.
Extraen alrededor de siete toneladas que luego transportan a una bodega con la ayuda de una motocarga, que fue donada por la Fundación Natura junto con otra maquinaria necesaria para la transformación de la planta.
En la bodega lavan la taruya con jabón y vinagre, y la dejan secando al sol. Como es una planta que se compone 95% de agua y, como el proceso es todavía artesanal, el tiempo de secado puede variar de una semana hasta tres, dependiendo del clima.
Una vez la planta esté seca, del tallo se extraen las fibras para fabricar artesanías como bolsos, carteras, mochilas en crochet y cajas. Estos los venden a domicilio, mientras consolidan un mercado más estable.
Asimismo, también hacen abono orgánico. En su elaboración utilizan toda la planta: raíz, tallo y hoja, que introducen en una máquina picadora junto con melaza, gallinaza, pollinaza y otros materiales orgánicos. De la mezcla surge un abono.
“La taruya es invasiva, pero nosotros ya no la vemos de esa manera, sino como algo que puede beneficiarnos si le damos buen manejo”, dice Emilse.
Usos adicionales e innovadores de la taruya
Además de producir artesanías, papel y abono, la Fundación Manatí está trabajando en un nuevo proyecto, de la mano de Daniel Lamarca. Él es tecnólogo en gestión de recursos naturales y está cursando su décimo semestre de Ingeniería Ambiental en la Universidad Nacional Abierta y a Distancia. Además, es oriundo de Tamalameque, por lo que conoce de cerca el problema de la taruya.
“No era raro ver que los pescadores no podían salir a hacer sus faenas y sus jornadas, y cuando podían, poco pescado traían”, dice Daniel.
Hace cuatro meses, el experto se alió con la Fundación y comenzó a investigar la posibilidad de producir carbón vegetal a partir de la taruya.
Se encontró con casos en India y en algunos países de África en donde se fabrica carbón a partir de la incineración de su material vegetal en un proceso denominado pirolisis. “Es la quema controlada, entre 500 y 700 grados con baja presencia de oxígeno. Eso hace que el material no haga combustión, sino que se descomponga con el calor” , explica Daniel.
A partir de allí comenzó un proceso de prueba y error con la taruya. En un horno que fabricó él mismo con un viejo tanque y retazos de metal, comenzó a aplicar la pirolisis hasta que dio con la técnica adecuada para la fabricación de carbón.
Y aunque continúa en fases experimentales, con las que espera perfeccionar la técnica y producir de manera más estandarizada y masificada, Daniel ya sabe que por cada cuatro kilos de taruya, produce 500 gramos de carbón.
Pero lo más importante para Daniel es que para producir su carbón no se tala ni un solo árbol y, por el contrario, se limpia lacCiénaga y se aprovecha una planta que de lo contario es una plaga.
Adicional a eso, Daniel ha estado experimentando en la creación de un filtro de agua a partir del carbón. En un recipiente plástico adiciona el material que obtiene de la taruya y luego le agrega el agua contaminada de la ciénaga o de algún lago.
Por sus características de alta porosidad, el carbón comienza a absorber los elementos contaminantes del agua, como metales pesados, microrganismos, patógenos y demás. Están en proceso de realizar el estudio físico-químico del agua para saber con certeza qué porcentaje de contaminantes se extraen.
Daniel aclara que para que un filtro esté completo debe también tener una capa de arenilla y otra de gravilla, que ayuden a filtrar los residuos de carbón que queden en el agua. Sin embargo, dice, es el comienzo de una gran opción para comunidades sin agua potable, como algunas alrededor de la ciénaga, pues 20 litros de carbón pueden filtrar 500 litros de agua.