Luisa Acosta lleva 14 años recorriendo los fogones y las cocinas de Colombia, aprendiendo y recuperando las tradiciones que habitan en cada ingrediente y empoderando a las mujeres que le dan vida a cada plato.
Desde el chivo guisado de la Alta Guajira hasta el casabe y el mojojoy amazónico, Luisa Acosta ha comido y ha cocinado de todo.
Es historiadora y periodista de profesión, cocinera por tradición, apasionada docente y activista de la defensa del alimento nativo. Tuvo varios cargos directivos en las facultades de comunicación de universidades como la Javeriana, el Rosario y el Externado y trabajó en el Ministerio de Cultura en programas de recuperación de la memoria cultural en las regiones, así como en la difusión de la Política para el conocimiento, salvaguardia y el fomento de la alimentación y las cocinas tradicionales.
Además, construyó el primer programa de cocinas ancestrales del país: Un técnico en la Red Nacional de Escuelas Taller Colombia, donde ha trabajado desde el 2013, que gradúa a sus estudiantes con el título de Técnico en Cocinas Ancestrales.
Su relación con la comida no es como la de cualquiera. Como la buena comensal y la experimentada cocinera que es, disfruta de cada bocado y conoce cada ingrediente, pero mucho más que las recetas como tal, a Luisa le interesan las historias que hay detrás de cada plato. Por encima del acto de cocinar, le apasionan las relaciones y los afectos que se entretejen entre fogones.
Pasó buena parte de su infancia en la cocina de su abuela y de sus amigas que, siendo Damas Grises de la Cruz Roja Colombiana, se reunían a cocinar cada semana en Chapinero para buscar recursos con los que contribuir a los proyectos de la organización.
Con cuatro años asistía a su abuela con pequeños favores, como mantener en encendido el ‘switch’ roto de una de sus batidoras, a cambio de que ella la dejara raspar la masa que sobraba cuando hacían galletas o pasteles. A los siete, por su parte, ya cocinaba el almuerzo para sus hermanos.
“Desde muy joven comencé a valorar el trabajo en torno al fogón y la cocina porque eran momentos muy alegres de estas mujeres bogotanas, se volvían tertulias femeninas de apoyo entre ellas, espacios de fortalecimiento de lazos y de solidaridades”.
De ese constante y atento proceso de observación-acción fue que heredó un profundo conocimiento acerca del alimento, que ha ido diversificando y profundizando en decenas de cocinas que ha visitado en todo el país, aprendiendo así de las mujeres que con fuerza agitan el abanico que mantiene encendida la leña del fogón y toda su tradición.
“La cocina es un espacio de resistencia, encuentro y de amor”
Para Luisa, ser cocinero no es solo “cocinar rico y servir”. Ella se define también como “gestora y mediadora en la transformación de los mundos de otros”.
“La idea es también hablarle a la gente sobre cuáles son sus derechos culturales y patrimoniales y cómo desde allí pueden participar en la formulación de planes, programas, proyectos e incluso políticas públicas para preservar su patrimonio cultural”.
Con ello, entonces, busca generar reflexiones sobre la riqueza y el potencial que tienen las y los cocineros en sus recursos locales en términos culturales, económicos y para la sostenibilidad de su territorio y sus comunidades y, a partir de allí, particularmente entre las mujeres, comenzar a superar miedos, fortalecer sus autoestimas y hacer que se sientan capaces para luego entrar en la creación y en el fortalecimiento de emprendimientos alrededor de la alimentación.
Es el caso, por ejemplo, de Luz Dary Cogollo, hoy célebre por vender el ‘mejor ajiaco de Bogotá’ en la Plaza de la Perseverancia, y por aparecer en ‘Street Food’, la serie de Netflix que recorre el mundo en busca de la mejor comida callejera.
Ella, luego de un proceso de acompañamiento de un equipo del que Luisa formó parte, se ha convertido en un referente y en gestora de proyectos alrededor de la cocina, al punto de tener un proyecto de fortalecimiento de mujeres cocineras en Ciénaga de Oro, su ciudad natal.
La cocina es, entonces, un espacio de transformación y dignificación de las historias de una persona, una familia o una comunidad.
“Es un espacio de resistencias femeninas donde ellas reconocen el valor de su conocimiento y desde allí comienzan a mejorar su autoestima. Una receta no es solo una lista de ingredientes, sino que es un referente cultural que tiene que ver con momentos en que las mujeres se han vuelto más fuertes y exitosas”, agrega.
Por ello, lejos de ser un lugar donde solo de preparan alimentos, la cocina es un lugar donde se transforman vidas y se imaginan mundos posibles, un lugar de construcción de afectos y de fortalecimiento de lazos, que son la única manera de generar transformación.
“Es un espacio de resistencia, de encuentro. La cocina es un espacio de amor”.
Un plato servido cuenta historias
Cuenta Luisa que en su trabajo en el Ministerio y como consultora independiente en temas de preservación de memoria regional y local, durante las charlas que tenía con las personas, estas nunca dejaban de mencionar la comida, los sabores de las cocinas y sus saberes tradicionales asociados a la alimentación.
Lo hacen porque, aunque hay una enorme variedad de rutinas alimentarias y la occidental de tres comidas al día es solo una de ellas, comer es algo que todo el mundo hace y que atraviesa la vida cotidiana de todas las personas que hay en la Tierra.
“Es en todo caso un momento en el que se encuentran las personas a contar lo que pasó en el día y eso nos incluye a ti y a mí, pero también al pescador, al obrero, al agricultor, al profesional, a todo el mundo”.
Detrás del alimento hay toda una variedad de relaciones en torno al territorio y las personas que lo habitan, de oficios, de saberes, de distintas manifestaciones culturales y patrimoniales que están, de una y otra manera, involucradas en la producción, circulación y transformación del alimento.
“El plato servido cuenta historias de campesinos, de tejedores, de artesanos que trabajan la madera o el barro, de pescadores”.
Habla de un ciclo que comienza con el cultivo, la cosecha y la consecución del alimento, con todas las prácticas tradicionales asociadas a ello: la luna, las lluvias, las épocas del año, la sequía, la humedad, las subiendas de los ríos y demás; luego la cocina y la transformación de esos alimentos, donde hay muchas prácticas y rituales alrededor de la abundancia después de la cosecha: “Es el encuentro de todos, nos pone a cantar al lado de la cocina. En el Pacífico y en el Caribe, por ejemplo, se canta y se baila alrededor del fogón”.
Luego el consumo del alimento: el lugar donde se come también varía dependiendo de la región y de las costumbres. Es distinta una mesa en el Pacífico que una mesa en el llano, o comer con comunidades seminómadas en la Amazonía o con los Wayúu.
A veces hay mesas, platos y cubiertos, a veces hojas y calabazos, a veces totumos, a veces manteles. A veces se cuentan historias y se revive la tradición oral, o se come en silencio; se realizan ceremonias previas o se come a penas se sirve. Se come para celebrar y se come en el duelo.
Todas esas prácticas están dadas por la oferta local, por cómo las personas habitan, entienden y se relacionan con su territorio, por sus costumbres y sus tradiciones. Por sus historias.
Por eso Luisa les insiste de manera recurrente a sus estudiantes para que tomen una foto a los platos que se comen y que piensen en las historias que hay detrás. ¿Qué me está contando cada uno?
Comida para preservar identidades locales
Todo lo anterior, Luisa lo enmarca dentro de lo que ella llama un entendimiento orgánico de la alimentación y de la cocina, que fundamentalmente consiste en ver cómo todo el proceso que rodea a la comida funciona como un sistema en el que cada una de sus partes es fundamental.
Además, el recurso cultural que se desprende de ella se encuentra en estrecha relación con el recurso natural de cada territorio.
“Por ejemplo, si vas a la Amazonía y ves cómo han ido botando los bosques te das cuenta de porqué tantos indígenas están hoy en condición de malnutrición y desnutrición. Porque no es gente que toma leche, come huevos y se sienta a comer carne asada”.
No son llaneros, sino indígenas amazónicos, pero la pérdida de su entorno y así de las prácticas gastronómicas que dependen de él, ha ido cobrando la identidad local.
De la misma manera ha sucedido en el Valle del Cauca con los monocultivos extensivos de caña de azúcar, agrega.
Por eso, para Luisa es fundamental, por un lado, que las personas entiendan que la alimentación es un sistema en el que entran a jugar una serie de elementos culturales que están en profunda relación con elementos del entorno y el territorio, y que su pérdida implica también la pérdida de identidades y así de comunidades.
De allí también su insistencia por crear espacios de formación política para las personas que trabajan el alimento, acerca de cuáles son sus derechos y de cómo generar acciones para conservar su patrimonio.
Al final, lo que busca Luisa es preservar toda la riqueza cultural y patrimonial que hay alrededor de un plato, una receta y una cocina. Todas las historias que hay detrás de los ajiacos, las changuas y el chupe, que son algunos de los platos que más le gusta cocinar por ser del altiplano cundiboyacense, tierra de la cual es hija y heredera.
Recuperar los diálogos y los afectos que se creaban en la cocina de su abuela cuando hacía dulces de papayuela, de natas, de duraznos, de brevas o de moras, todos tradicionales de las antiguas cocinas bogotanas, servidos en recipientes de vidrio reciclados, y que ya poco se han vuelto a ver.