A través de la creación de un programa comunitario de resiembra de manglar, las comunidades de San Onofre (Sucre) y Barú (Bolívar) recuperan un ecosistema fundamental para su subsistencia.
Cuenta Valentín Correa, un pescador que nació y creció rodeado de manglar, que cuando era niño jugaba entre arboles de mangle colorado que medían quince metros de altura, con raíces de metro y medio.
“Hoy en día ya no se encuentran esos árboles”, dice con voz ronca a sus 86 años. Recuerda que, en su juventud, los mangleros se internaban por meses en las ciénagas para podar las raíces de los árboles y así evitar que los canales que permiten el flujo de agua dulce y salada de la que depende el manglar, se cerraran.
“Mire el valor que le daban esos señores de esa época a los manglares. Cuando el corregidor decía ‘hay que ir a abrir tal caño, porque se está cerrando’ todos esos señores iban sin chistar”, comenta Valentín.
Precisamente, es esa iniciativa la que desde hace una década están intentando rescatar las comunidades de los corregimientos de Boca Cerrada, municipio de San Onofre, en Sucre, y Ararca, que pertenece a la Isla de Barú, en Bolívar.
En Boca Cerrada surgió hace siete años la Asociación Sostenible de Mangleros Pescadores y Productores (Asomayorcal) con el objetivo de recuperar el manglar, enfocada en una necesidad de subsistencia alimentaria y económica a través de la pesca.
Por su parte, en el corregimiento de Ararca, se constituyó en el 2017 la Corporación Social y Turística de la Isla de Barú (Turisba) con el propósito de proteger el ecosistema a través de un enfoque ecoturístico, que es la principal fuente económica de la comunidad. Y aunque hasta hace unos cuatro años se constituyeron de manera legal, llevan una década realizando trabajos de conservación.
Un asunto de todos
Incorporando el saber de los mayores, quienes durante toda su vida han recorrido el laberinto de caños que componen estos bosques costeros, y con el apoyo de expertos de la Fundación Grupo Argos, CarDique y CarSucre, las comunidades diseñaron un programa de resiembra del manglar, particularmente de mangle rojo, una de las cinco especies que habitan las ciénagas del sector.
A través de la identificación de los lugares donde antes pescaban, los puntos donde yacían las semillas de mejor calidad, las zonas en las cuales anteriormente había bosque y aquellas de alto riesgo de pérdida de manglar, diseñaron una serie de polígonos para la ejecución del proyecto.
Financiados por la Fundación Argos, tanto en Barú como en San Onofre, construyeron un vivero comunitario para la siembra de las semillas que recolectaron con ayuda de los sabedores del manglar. Asimismo, formularon una estrategia de apertura de caños para el flujo efectivo del agua salada y dulce que mantiene viva al manglar.
En ambos proyectos están profundamente involucradas las comunidades: cuentan con la participación de pequeños niños, jóvenes, adultos y personas mayores en un trabajo articulado que no solo revitaliza el ecosistema, sino que rescata los saberes tradicionales y ancestrales acerca de un lugar que, en palabras de Lucila Villero, una de las mujeres involucradas en el proyecto en Ararca, es “vida para el pueblo afro”.
“Ellos (los adultos mayores y los pescadores) tenían la información tradicional de dónde se podían recolectar las semillas, sembrar y reforestar. Es algo autóctono conocer el manglar, sus dinámicas, qué partes están más afectadas y demás. Y eso se lo están enseñando a los jóvenes”, cuenta Juan Carlos Cuadros, director de Turisba.
Se han hecho convenios con instituciones educativas que han resultado en talleres y cátedras de reconocimiento, protección y conservación del manglar, así como en salidas a los viveros y al territorio mismo para sembrar las plántulas. Además, y por iniciativa de los más pequeños, crearon la figura de los Guardianes del Manglar, a través de la cual les enseñan a los niños la importancia de preservar el ecosistema.
El valor del manglar
“El manglar significa todo para nosotros, allá está la salacuna de los peces, la casa de las aves, la vida de las comunidades. Es indispensable en la naturaleza y en nuestro pueblo: el aire que respiramos es gracias al manglar que es sano. El manglar es vida”, comenta Lucila Villero.
Además, y según el Museo de Historia Natural de Estados Unidos, los ecosistemas de manglares son de fundamental importancia por varias razones: contribuyen a la salud de los océanos al retener sedimentos y contaminantes, y son el comienzo de la cadena alimenticia del 75% del pescado que se comercializa a nivel mundial.
También son el hogar de cientos de especies de fauna y flora, protegen el agua dulce y salada de los ecosistemas en los que se encuentran, previenen la erosión de la línea costera, proveen protección contra fuertes vientos y oleajes, retienen hasta cinco veces más carbono que una planta terrestre y son fuente de recursos alimenticios, económicos y materiales para las comunidades que habitan a su alrededor.
“Nosotros somos pescadores y por eso cuidamos el manglar, para tener una mejor pesca, para pescar pargo, robalo, camarones. Pero también lo hacemos porque dos da un mejor oxígeno, nos protege de fuertes vientos y nos da leña para cocinar los alimentos”, cuenta Onilson Caraval, presidente de Asomayorcal.
Un ecosistema, muchos beneficios
Con la siembra comunitaria de 85.000 plántulas en San Onofre se ha conseguido la recuperación de 24 hectáreas de manglar; mientras que el cultivo de 20.000 plántulas en Barú ha rescatado cuatro hectáreas de un espacio fundamental para el funcionamiento de la comunidad.
Y aunque todavía es muy temprano para conocer los resultados de las siembras, tanto Onilson como Juan Carlos ven en el ejercicio una gran esperanza de recuperación del manglar. Por un lado, el presidente de Asomayorcal espera que la pesca mejore, “porque está directamente ligada al manglar, es donde se crían los peces y otros animales”.
Por su parte, en Barú, y a pesar de que también las plántulas están pequeñas, Juan Carlos y la Corporación Turisba, ya comienzan a ver en el sendero Tucutucu, donde realizan turismo ecológico, especies de aves que hace tiempo no estaban presentes, como la garza nocturna, fenómeno que le atribuyen a la siembra de manglar, así como a las labores de descontaminación y limpieza que venían adelantando antes del programa.
Además de ello, el resultado más inmediato y más visible del proyecto es el desarrollo de un sentido de conservación del ecosistema entre las generaciones más jóvenes, que ha resultado también en una apropiación del territorio.