La Feria de Cali, la de las Flores; el Carnaval de Barranquilla y el de Negros y Blancos son sólo los ejemplos más conocidos en un país donde cada uno de los 1.122 municipios tiene su fiesta patronal. En pospandemia estas son, también, sinónimo de desarrollo económico.
Los colombianos tienen la costumbre de ubicar en sus calendarios las fechas especiales, como días religiosos, feriados y fiestas típicas de las ciudades y los pueblos. Y sí que estamos dispuestos a disfrutar: en medio de las confrontaciones, que ya hacen parte de la cotidianidad, a lo largo del año los costeños, caleños, llaneros, antioqueños, capitalinos, entre otros, nos unimos en diversas celebraciones que exaltan lo mejor de cada región.
Los espacios que nos arrebató la pandemia, poco a poco, se han podido reconquistar.
Las festividades despiertan en nosotros sentimientos de euforia. También de patriotismo por el territorio, convirtiéndonos en embajadores que buscamos que todo el mundo conozca lo mejor de Colombia: la gente, la gastronomía, la cultura y los colores de nuestra bandera.
Cómo no pensar en los caleños cuando levantan las manos para hablar de la Feria de Cali, con el sabor de la salsa; los cartageneros, al mostrar la majestuosa Ciudad Amurallada; los huilenses, al contar sobre el Festival de San Pedro, el Desierto de la Tatacoa y el Sanjuanero; los barranquilleros, con su famoso Carnaval; los paisas, cuando hablan de la Feria de las Flores o los pastusos, con el Carnaval de Negros y Blancos.
Los anteriores son algunos ejemplos de lo colorido que es nuestro país y de las cosas bonitas que pasan en los 1.122 municipios que lo integran pues, si bien es cierto que “Colombia no es homogénea y contamos con ciudades intermedias con polos de desarrollo”, como lo señala el periodista Alejandro Santos, en cada uno de estos lugares –indistintamente de las condiciones sociales, económicas y ambientales– se puede destacar su riqueza cultural durante las celebraciones.
No obstante, es una realidad que en 2020, con la llegada de la pandemia, nos tuvimos que enfrentar a un momento único en la historia reciente que obligó a frenar las dinámicas mundiales y a cambiar los hábitos de la población, debido a un confinamiento que hizo que se cancelaran las festividades o que se llevaran a cabo virtualmente.
Dos años después del covid-19, los territorios están intentando volver a la normalidad y las alcaldías han tenido que lidiar con el clamor ciudadano de realizar las fiestas locales que, por motivos de bioseguridad, entre otras razones, no se han podido volver a hacer en varios municipios.
Unos alegan que es prioritario destinar los recursos para atender las necesidades de la gente. Para otros, esas celebraciones son necesarias para reforzar la cultura, brindar espacios de esparcimiento y continuar con la tradición. Pero pocos dimensionan las dificultades que los gobernantes han tenido que enfrentar.
Un ejemplo, es el retraso de las obras de infraestructura, debido al aislamiento, y los sobrecostos que se han presentado después de la emergencia sanitaria pues, en promedio, el valor de los materiales de construcción han aumentado entre un 25 y un 35 por ciento, limitando las posibilidades de cumplir con los planes de gobierno.
Adicionalmente, la desigualdad aumentó, así como las enfermedades mentales –como la depresión y la ansiedad–. Para completar, en los últimos dos años las administraciones han tenido que lidiar con una fuerte temporada de lluvias que tiene bajo amenaza a gran parte del territorio nacional.
Todo esto ha disminuido la capacidad de los municipios para regresar a la normalidad antes de la pandemia. Sin embargo, ya que estamos en el escenario de la pospandemia, es momento de que las alcaldías intenten devolverles a los habitantes los hábitos y costumbres sociales, pues esto hace parte de su bienestar y tradición.
Más que fiesta, estos espacios significan la reactivación económica de miles de hogares y la garantía para mantener vivas –a través del tiempo– las costumbres y raíces culturales de cada territorio