Los sabores de Colombia

Las recetas colombianas están salvaguardadas por el amor y la tradición. Son una manera cándida y dulce de apegarnos a nuestra tierra y sus sabores.

El pescado frito hay que comérselo con las manos. Y ojalá al pie del mar.

Casi podemos decir que en el nombre cherna, mero, róbalo, en las letras mismas de su nombre, está el mar. El rebrillo de la sal en el lomo de las olas. Y entonces, es como si uno con los dedos mojados de limón y de saliva se estuvieran comiendo el mar. A dentelladas. Y pocas veces se es tan feliz. Todos, allí, reunidos, se miran con la caras iluminadas de dicha, porque están cerca al mar y comiéndose un pescado frito con las manos. Es la idea platónica de unos días de asueto, de libertad. Estar por unos segundos en el mar, en las costas colombianas. Y dura poquísimo. Y siempre su recuerdo es bello, triste, perenne. No dura nada el sabor de la boca cuando se es intensamente feliz.    

Los que están siempre allí, mirando el mar, oyéndolo, no saben la melancolía con la que digo esto, con la que lo escribo. No pueden imaginar la dicha que es para un bogotano poder comer con las manos desnudas y sentir el sabor de la carne blanca, que deja un gusto salado y vivo, redondo, saturado, en el paladar, en las encías y en la garganta. Mientras la brisa le entibia a uno poco las pestañas del páramo.

Pescado frito
El pescado frito se come típicamente en el caribe colombiano. La mojarra, el róbalo, la trucha y el mero son algunos de los más comunes. / FOTO: Shutterstock

Si desde la infancia vamos componiendo el collage de la nostalgia que vamos a sentir después, cuando mayores, cuando ancianos, los días de la niñez serán lacerantes, serán los más atesorados por el recuerdo. Y allí, en el recuerdo, en el centro del recuerdo, está siempre el sabor de los alimentos, de los dones que nos entregó Colombia. Los sabores, los olores, las tesituras vivas y móviles de todo lo que a lo largo de una vida, Colombia nos ha ido dando como una madre providente. Desde que éramos niños. Nos lo puso en la boca y en los labios.

Mejor dicho, nada es más de la tierra de uno, de la patria de uno, nada se echa más en falta estando en tierra extraña, que el sabor de los alimentos del país de uno. El pan, las frutas, los jugos, los guisos y las salsas, las pulpas, los tallos, los caldos, los zumos…

En nuestra boca, cuando comemos, está toda Colombia.  

Y en el recuerdo. Nunca olvidaremos un sabor que nos conmovió, que nos recorrió, que nos tocó con sus yemas tibias las entrañas y los tejidos y las burbujas del cuerpo. Lo buscaremos siempre, por todas partes, toda la vida, como a un amor de juventud. Una mandarina que dejaba correr su jugo por nuestros dedos, un sorbete de guanábana con pedacitos de la fruta, casi congelados, una arepa fragante, una posta de carne tierna, cocinada con cebolla y tomate, una sopa de colí, unos mariscos rosados, alegres, picantes, una cazuela de fríjoles con sus patacones anchos y sus chicharrones de carne hirviente…

Bandeja paisa
La bandeja paisa, que usualmente lleva fríjoles, chorizo, chicharrón, carne molida, huevo frito, arroz y arepa es un plato típico de Antioquia, creado para que los arrieros de la región tuvieran la energía suficiente para completar largos recorridos entre montañas. / FOTO: Shutterstock

Sí. Y hay algo que hace más precioso aún el sabor y el recuerdo del sabor. Y son las manos, los brazos, los ojos de quien nos lo dio. Cómo necesitamos a quien ya no está y nos daba algo que adorábamos comer. Es decir, además de sus palabras, de sus gestos, de su compañía, hemos perdido con su ausencia un reino de sabores, de sensaciones que se duermen en las fosas nasales y en los bellos y en las papilas, y que siempre se remontan por la memoria como unos ríos silenciosos. Unas empanadas, un puré que humeaba, un estofado o una cazuela que hacía con sus manos tibias la madre, la abuela, el tío que se reía y nos miraba con amor, una persona que llegaba cada tanto hasta el centro sensitivo de nuestra vida y después se iba…

Por fortuna, sus secretos están a salvo. 

Sus recetas están salvaguardadas por el amor y la tradición y esa manera nuestra cándida y dulce de apegarnos a nuestra tierra y sus sabores. En voz baja, una mañana, alguien recibió las cifras secretas, las indicaciones mágicas de cantidades y proporciones, y las preservará. Son una manera de ser, de sentir, de recordar, de permanecer de un pueblo. La forma en que toca los alimentos un pueblo y los torna en horas de luz y de fruición que nos ensanchan por dentro: las viandas humeantes y los platos rebosantes y pródigos. Como sus canciones, como sus pinturas en la piedra, como las rimas de sus poetas, así son los sabores de una gente, de un país entero. Y jamás se pueden perder, jamás se van a olvidar. 

¡Y no hemos hablado todavía de los dulces de Colombia!  

Mi relación con el arequipe ha sido de amor rendido a lo largo de la vida, tanto que he tenido que hacer promesas y sacrificios enormes para no comer tanto. Porque ahora que empiezo a envejecer, ¡me engorda mucho! Pero es sin duda el dulce colombiano que más me gusta. 

Cuando estoy embarcado en una novela nueva, por ejemplo, el arequipe me ayuda. Me pongo metas volantes y premios: cuando acabe este capítulo, completo, me como una cucharada de arequipe. Es un acicate, y ha funcionado. No lo digo porque crea que las novelas sean buenísimas ni nada de eso, sino porque, gracias al arequipe, las he podido escribir. He podido empezarlas y terminarlas.

Arequipe
El arequipe se prepara haciendo una cocción de leche y azúcar. Se puede comer solo o como cobertura o relleno de otros postres. / FOTO: Shutterstock

Los dulces de Colombia son inimitables, incomparables. Son una de las formas más felices de ser colombiano. Tener ante los ojos bandejas enteras de dulces y dulces. Infinitos. Cromáticos. Luminosos. Evocadores. Bañados de ternura. Es increíble que con tantas lágrimas que derramamos a veces los colombianos, tengamos la fuerza y la ilusión de hacer los dulces que hacemos. Que hacen las manos de las mujeres, o de los enamorados, o de los ancianos, en los fogones de leña, lentamente, poniendo a borbotear la vida y el tiempo de los días en los mundos y las atmósferas del azúcar, del almíbar.

¡El dulce es la vida!

Dulce de papayuela, dulce de mora, cocadas, alfandoque, fresas con crema, dulce de brevas, casquitos de guayaba, cuajada con melado, torta de almojábana, dulce de icaco, bocadillos, tumes, dulce de café, melcochas, gelatinas, panderos, polvorosas… Parecen las notas de una canción… 

La canción dulce de Colombia.        

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