Esta abogada y psicopedagoga ha acompañado de manera jurídica y ‘psicoafectiva’ a decenas de familias en los procesos de búsqueda de sus seres queridos desaparecidos, desde mucho tiempo antes de que hubiera una unidad oficial para esto.
En junio de 1993, cuenta Yolanda Montes, el Ejército de Colombia desapareció a su hermano menor, Omar Alfonso Montes Ovalle, en una operación conjunta con fuerzas paramilitares al servicio del narcotraficante Gonzálo Rodriguez Gacha.
Su mamá fue a reclamar por su paradero al Batallón Tarqui, en jurisdicción del municipio de Sogamoso, en Boyacá, sin respuesta. Ante el silencio de la institución, y con la fuerza incomparable de una madre que busca a su hijo, su familia alquiló una máquina y, con la ayuda de campesinos locales, averiguó la ubicación de la fosa común donde habrían enterrado a Omar junto con otras personas.
En ese lugar encontraron el cuerpo, “destrozado y con solo media cabeza”.
Años más tarde, en el municipio de Saravena, Arauca, a donde llegó siendo niña, se encontró con la mejor amiga de su mamá, quien respondió con lagrimas cuando Yolanda le preguntó por su hijo.
“Está desaparecido hace tiempo”, le dijo una vez se calmó.
Lo mismo le sucedió cuando le preguntó por su papá a una manicurista amiga.
“Así pasó varias veces y me di cuenta de que era un fenómeno sistemático, una estrategia de guerra”, cuenta Yolanda, quien agrega que fue con esas dos mujeres que creó la Asociación de Familias de Desaparecidos por la Defensa de la Vida, los Derechos Humanos, la Paz, la Convivencia y la Reconciliación en el Sarare, Asofavida.
Comenzaron con los casos de ellas dos y a ambos los encontraron.
Desde entonces han documentado 157 casos de desaparición forzada en la región del Sarare, que comprende todo el departamento de Arauca; el municipio de Toledo, en Norte de Santander y de Cubará, en Boyacá. De esos han encontrado y hecho entrega digna de los restos de 13.
Al frente de esos procesos siempre Yolanda, que, el día en que conversó con Colombia Visible, se encontraba en el corregimiento de Samoré, municipio de Toledo, acompañando a cuatro familias en el proceso de exhumación de sus seres queridos, desaparecidos desde 1987.
“La vida vale la pena vivirla de la mejor manera: en paz y con justicia social”
Yolanda nació en La Victoria, un corregimiento del municipio de Sardinata en Norte de Santander.
De allá tuvo que salir con su familia cuando era niña, huyendo de la despiadada violencia partidista.
Su padre, a quien describe como “un hombre activista, defensor de los derechos humanos, un liberal demócrata y un humanista, fundamentalmente”, vio cómo se instaló en su territorio la política de exterminio hacia los campesinos que no simpatizaban con el gobierno conservador.
Cinco de sus ‘compadres de lucha’ fueron asesinados en La Curva, un centro poblado del municipio.
Auxiliado por un amigo campesino, fue a parar a la Colonia Agricola de Caracolicito, conocida también como Chimila, en estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta.
Allá pasó Yolanda parte de su infancia, entre las aguas transparentes y correntosas del río Ariguanicito, donde aprendió a nadar, a pescar y a “disfrutar la vida en armonía con la naturaleza”.
Pero, de nuevo, tuvieron que salir por la llegada de la ola de violencia. Esta vez emprendieron rumbo hacia la región del Sarare, específicamente al municipio de Saravena, donde un amigo le contó a su padre que se estaban formando asociaciones campesinas ante la entrega de tierras en el marco de la reforma agraria de Carlos Lleras Restrepo.
“Mi papá fue uno de tantos campesinos que llegaron a esta tierra con un hacha al hombro, una mujer, diez hijos y un perro por delante”.
Y aunque esas migraciones estuvieron siempre motivadas por la violencia, Yolanda dice que guarda los mejores recuerdos de ellas y de su infancia, pues así como en Caracolicito, en Saravena, a la orilla de la quebrada La Paz, “pudimos prolongar nuestra existencia en eso que ya habíamos aprendido: el agua fresca, los pescados, los frutos silvestres y la naturaleza”.
Además, creció en lo que la teoría psicológica, dice, denomina como una ‘familia nutridora’, una familia que proyecta afectos. “Nosotros tuvimos muchas carencias materiales, pero nunca afectivas”.
Eso, el afecto, entre otras cosas, es lo que ha motivado su trabajo a lo largo de su vida: el que la llevó a estudiar psicopedagogía, a hacer especializaciones en semiología y en desarrollo intelectual y educación, así como en desarrollo cultural y comunitario y una maestría en educación, para luego estudiar, también, derecho.
Eso último luego de encontrase constantemente con abogados a los que se les perdía la tarjeta profesional de un momento a otro, que les internaban a la mamá en el hospital o tenían que salir de viaje de último momento cada vez que acudía a ellos.
Y qué importante, cuenta, fue esa carrera una vez comenzó la arremetida del Ejército en el Sarare, una región donde desde los 70 se consolidó el movimiento insurgente principalmente con el ELN pero con presencia también de las Farc.
“El Ejército, bajo la doctrina del enemigo interno, tenía la tesis de que acá todos éramos guerrilleros. Comenzaron con las detenciones masivas, ejecuciones extrajudiciales, montajes judiciales, bombardeos, destierros y demás”.
Así, “en ese proyecto militarista estatal”, fue que Yolanda que se convirtió en defensora de derechos humanos y en ese ejercicio encontró la única manera de defenderse de las tres ‘mordazas’ terribles que tuvo su región: la del Estado, la de las guerrillas y la de los paramilitares, que durante mucho tiempo tuvieron presa del miedo a la población, que no se atrevía a denunciar los abusos de los que eran víctimas.
“El miedo se apoderó de nuestro ser y nos cortó la palabra, la confiscó, y con ello generó un fenómeno que en este país es generalizado: la impunidad”, cuenta Yolanda.
Y agrega: “Pero es que ¿cómo íbamos a denunciar? ¿Cómo podíamos denunciar al grupo armado que tenía el campamento al lado de mi finca? Es muy grave la impunidad con que se cometieron tantos hechos, de usted no poder decir y que alguien le pregunte por su hijo y a usted le toque negar que se lo desaparecieron”.
Pero Yolanda decidió romper el silencio.
“Ya no somos solo una polifonía de voces, sino una sinfonía”
De la práctica cotidiana de denunciar arbitrariedades por parte de los actores armados, Yolanda se fue enterando de la existencia de los derechos humanos.
Se vinculó al capítulo Arauca del Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos, del que todavía es miembro en su equipo jurídico, y allí conoció a figuras como Hector Abad Gomez, presidente del capítulo de Antioquia y José Manuel Vásquez Carrizosa, presidente a nivel nacional.
Aprendió acerca de las resoluciones y tratados de derechos humanos con carácter vinculante que había firmado Colombia, así como de las garantías que otorga la Constitución de 1991.
Y con todo ese bagaje es que ha realizado su trabajo desde Asofavida, que se dedica a brindar distintos tipos de acompañamiento a las familias que han sido víctimas de desaparición forzada.
Por un lado, realizan acompañamiento jurídico, todo lo que tiene que ver con trámites legales: documentación; ir al lugar donde puede estar inhumada la persona; hacer el registro; ir a la oficina de Medicina Legal para tomar pruebas de ADN y que esa información se ingrese al Sistema de Información Red de Desaparecidos y Cadáveres, Sirdec; tramitar la exhumación y demás.
Asimismo, acompañan a las familias a la exhumación de sus seres queridos y a recibir la información que pueda dar el antropólogo forense en ese momento con los restos hallados, que luego se envían a un laboratorio genético para confirmar si es compatible con la prueba de ADN y, de ser así, se realiza una ceremonia de entrega digna.
“Básicamente todo el protocolo que establece la Ley 1448 de 2011, la Ley de Víctimas”.
Por otro lado, realizan lo que ella denomina acompañamiento ‘psicoafectivo’, que consiste, fundamentalmente, en hacer saber a las familias, y particularmente a las madres, que no están solas en ningún momento del proceso, sino que cuentan con toda una comunidad de otras personas afectadas por ese flagelo que las reconocen, acompañan y escuchan en su dolor.
“Nuestras voces se han venido escuchando, y ya no somos solo una polifonía, sino una sinfonía de voces que suena y resuena, y reclama verdad, justicia, reparación y no repetición”.
Así, han surgido iniciativas como el Bosque Humanitario, que crearon en la Institución Educativa Concentración de Desarrollo Rural, en Saravena, “el colegio que más ha puesto víctimas en este país”, dice Yolanda.
Se trata de un espacio de media hectárea donde 90 mujeres, incluida Yolanda, sembraron un árbol que “simboliza la vida que renace y se regenera” después de todo lo que ha ocurrido. Cada uno tiene el nombre del familiar desaparecido y las mujeres llegan a podarlo, ponerle flores y a hablarle. Tienen un lugar, dice, donde se reconocen y disfrutan a su ser querido ausente.
Por otra parte, Asofavida también se encarga de identificar y encontrar a los hijos de las personas que fueron víctimas de desaparición con el objetivo de hacerles un seguimiento y ver cuál es su situación.
Con ellos también generan espacios de reflexión, construcción de memoria y, sobre todo, de pedagogía para la paz con el objetivo fundamental de la no repetición.
Así, por ejemplo, este año comenzaron a realizar jornadas de divulgación de la Constitución de 1991 entre los estudiantes de Concentración de Desarrollo Rural, así como de las conclusiones del Informe Final de la Comisión de la Verdad, al que Asofavida contribuyó con tres informes acerca de desaparición forzada, ejecuciones extrajudiciales y el exterminio de la UP en Arauca.
Citando el célebre poema de Martin Niemöller en el que habla de la indiferencia ante las detenciones selectivas a distintos grupos por parte de los Nazis en Alemania, Yolanda asegura que para que no se haga demasiado tarde con estas nuevas generaciones, “tenemos la responsabilidad y el sagrado deber de formarlos contra la barbarie que vivimos nosotros”.
Y es que, dice, es una vergüenza lo que sucedió en Arauca y en todo el país, “que hayamos permitido con nuestro silencio cómplice, nuestra pereza, nuestro miedo y cobardía, que los mejores campesinos que creyeron en la vida, hoy estén muertos, desaparecidos o desterrados vendiendo trapos en los semáforos”.
Con todo su trabajo, lo que pretende Yolanda, en últimas, es frenar la enorme espiral de violencias recicladas que no ha dejado vivir un minuto en paz a muchas personas del país, para transformarla en un circulo virtuoso que permita, “juntando voces y proponiendo acciones”, reconocer lo que sucedió y mirar hacia adelante teniendo la vida en paz como objetivo último de la sociedad.