La cestería es el oficio ancestral más característico de los indígenas cubeo, en el Vaupés. En Tapurucuara, un grupo de mujeres artesanas se organizó ―con el apoyo de Wildlife Works― para fortalecer este saber tradicional y conservar el bejuco, planta indispensable para la elaboración de sus canastos y que se ha visto reducida por la pérdida de bosque.
Cae la noche sobre Tapurucuara, una comunidad de indígenas cubeo al suroriente colombiano, en Vaupés. El territorio poco a poco se sumerge entre la oscuridad y el silencio. Entre matorrales, un grupo de mujeres aprieta el paso. Deben llegar a casa antes de las seis, cuando el sol se esconde por completo. Caminan con afán, abriéndose paso entre la densidad de la selva; cargando sobre sus hombros las largas lianas de bejuco recién cortado que buscaron durante horas y que convertirán en cestos. Cada nudo simboliza unión, la creación de nuevas oportunidades y una manera de preservar su identidad como pueblo.
Al llegar me explican que antes era más fácil encontrar el bejuco; que en algunas fincas, incluso, se cultivaban los árboles ‘reina’, pero que ahora las fibras sólo se obtienen así, atravesando lomas y extensos caminos selva adentro. A veces el trabajo les toma más de cinco horas. No todas las veces regresan con la cantidad suficiente para armar los canastos, una de las principales fuentes de ingresos en una comunidad en la que la circulación de dinero es mínima.
Luego de la jornada de recolección, el grupo llega a la casa de elaboración de artesanías, donde cada una deja las pencas de la fibra. Al día siguiente vuelven todas, más de veinte, para empezar a cocinarla. Tardan dos horas agachadas frente al fogón de leña, batiendo las lianas para sacarles el color marrón oscuro.
Apenas las dejan secando al sol, entran a la casa a organizar temas operativos de la producción. Otras compañeras se ponen en la tarea de terminar los canastos en proceso, entre risas, aprovechando la juntanza para comentar lo que ha pasado recientemente en la comunidad y corregirse los diseños y técnicas entre ellas.
De las poblaciones indígenas aledañas a Mitú, Tapurucuara es la más grande. Tiene cinco barrios, una escuela internado, cinco iglesias cristianas y una pista de aterrizaje para las avionetas. La naturaleza es dueña de todo el territorio, silencioso, tranquilo. Los días pasan despacio, casi parecen andar en canoa por el Querarí, como sus pobladores, quienes disfrutan pasar sus jornadas recorriendo las vertientes del río Vaupés o viendo cómo lo que para otros pueden ser solo decenas de lianas se transforman en canastos de todos los tamaños y figuras.
Fue en ese ejercicio de observación cuando, hace siglos, notaron que la naturaleza tenía patrones muy llamativos, como las escamas del pescado corroncho o el caparazón de los morrocoyes. Aurora Gónzález, una de las artesanas con mayor experiencia de la comunidad, explica cada una de las figuras con orgullo.
Tiene 43 años, cinco hijos y más de dos décadas tejiendo. En estas comunidades no se necesita tener pizarra y marcador en mano para enseñar. Los niños aprenden a pescar, tejer y a cultivar en las chagras viendo a los mayores.
Así fue como ella aprendió: viendo a su abuela armar “obras de arte” con apenas unos largos trozos de fibra blanca.
“Nosotros tenemos diferentes tejidos. Yo adapté el diseño del canasto al diseño de una lámpara, eso aquí no se había hecho. A mí me pueden dar la idea en papel que yo hago el diseño que me manden, porque la idea no es que nos quedemos solo con canastos, también podemos hacer individuales, sombreros…”, comenta la artesana que, agrega con orgullo, tiene parte de su producción, expuesta en la Casa de la Cultura de Mitú.
Esta mañana de noviembre, en 2023, es especial para ellas. Están reunidas para definir el nombre del grupo, aprovechando la visita de Wildlife Works, la empresa que, desde hace cinco meses, viene apoyando su proceso. Las han acompañado en el perfeccionamiento de los diseños, el ejercicio de costo, el fortalecimiento de la parte organizativa y en la gestión de espacios para la comercialización.
Varios nombres van sumándose a la lluvia de ideas: Kateу̃nomivã (mujeres tejedoras); Kateipoevã (tejedores); Kajijino (unión). Ninguno parece convencerles. Quieren un término que refleje la importancia de sus conocimientos. Mientras piensan otras opciones, tejen en silencio, concentradas. Una de ellas, al fondo, menciona la palabra Majiẽ, cuya traducción del cubeo al castellano significa algo así como “yo te muestro y enseño algo que sé”. Todas se emocionan y lo aprueban. Ahora tienen una identidad: Majiẽ, artesanías para la conservación.
Conservando la selva conservan sus saberes
Desde hace más de un año, Wildlife Works trabaja de la mano con 470 familias indígenas que conforman la Asociación de Autoridades Tradicionales Indígenas del Querarí (ASATIQ), en el marco de la implementación del Proyecto REDD+ Maloca Vaupés – ASATIQ, al interior del Gran Resguardo Oriental del Vaupés, en Mitú, un territorio fundamental para la conservación de la Amazonía. Según Global Forest Watch, entre 2001 y 2021, Mitú tuvo la mayor deforestación en el departamento de Vaupés, perdiendo poco más de 28 mil hectáreas de bosque.
Con el proyecto, la organización busca fortalecer la vocación de las comunidades como agentes de conservación de unas 391 hectáreas de bosque.
Para lograrlo, dos de las estrategias principales son el mejoramiento de sus prácticas tradicionales de producción y la disminución de la dependencia de métodos agrícolas insostenibles de tala y quema.
Las artesanías, en ese sentido, representan una alternativa de empleo y de generación de ingresos. Fue la propia comunidad la que solicitó acompañamiento en la parte artesanal.
Durante décadas, agentes externos habían llegado al territorio proponiendo proyectos enfocados en, por ejemplo, confección y ganadería, actividades inviables dadas las condiciones ambientales y socieconómicas de Tapurucuara. Ahora, sin embargo, además de las artesanías, Wildlife también implementa iniciativas apalancadas en actividades productivas más afines al contexto, como piscicultura y producción de ají picante.
“Una vez nos reunimos y yo les propuse a las compañeras trabajar el tema artesanal. Algunas dijeron que necesitaban máquinas para confección, yo les dije que sí, que muy bonita la ropa, pero que todo eso es matemática. Acá la mayoría no hemos estudiado, pero yo sé que todo eso es de medidas, diámetros, cuánto cortar… En cambio, la artesanía ya es un saber propio, uno toda la vida lo ha practicado”, explica Aurora, vocera de Majiẽ.
Aurora logró vender su primer canasto en Mitú a los 16 años. Hoy, uno de sus cinco hijos estudia en la Universidad Nacional. Ella le envía lo que necesita para su manutención con los ingresos que le dejan las artesanías.
Así como ella, muchas otras mujeres de la comunidad han logrado independizarse económicamente de sus esposos gracias al proyecto. Durante cinco meses estuvieron trabajando en la producción de 400 canastos macu, morocco y corroncho para su participación en Expoartesanías 2023, en el stand gestionado por Wildlife Works. Les es imposible contener la emoción pues, aunque habían participado previamente, este año se sienten más confiadas gracias a las capacitaciones que han recibido. Su meta es regresar al territorio sin ningún producto.
Guardianes del bejuco
“Nosotros queremos fortalecer toda la cadena productiva. A través del plan de manejo lo que buscamos es contribuir a la conservación de la especie. Les hemos explicado, por ejemplo, que el bejuco toca cortarlo, no halarlo completamente, sino la parte que no es la ‘reina’ [la planta madre], para que la misma planta vuelva a tener su ciclo de reproducción y se regenere”, explica Carolina Jiménez, trabajadora social y especialista en desarrollo social de Wildlife Works.
Tanto Tapurucuara como las comunidades aledañas reconocen la disminución de la materia prima en la zona, un fenómeno que puede provocar sobre extracción de las poblaciones de bejuco local y, por lo tanto, riesgo de supervivencia de esta práctica ancestral. De ahí que en Majiẽ hablen de “artesanías para la conservación”.
Lejos de la ‘casa de producción’, un par de artesanos aprovechan el calor de la tarde para sentarse frente al río Querarí y saludar a los vecinos de comunidades aledañas que pasan en lanchas preguntando cómo van los canastos.
Los niños también sienten curiosidad. Algunos se sientan al lado de los mayores a intentar sacar un tejido y ellos, siendo fieles al nombre de su proyecto, les dicen “yo te muestro y enseño algo que sé”.
En Tapurucuara el tiempo parece detenerse. A orillas del río solo escucha el canto de algunas aves, lejos, y el leve sonido de las fibras al golpearse entre ellas. Sus días transcurren en completa calma, viendo las canoas pasar y tejiendo en silencio. Tejer, quizá, es la manera más armónica que encontraron para canalizar sus reflexiones en los movimientos de sus dedos. A su alrededor, la imponente selva amazónica los protege con su espesura.