Boyacense de pura cepa, la hermana Edilia Corzo Barrera ha encontrado en estas manualidades una manera de enseñar lo que para ella es lo más importante en la vida: la colectividad.
A la hermana Edilia le gusta el chivo, el mote de mazorca y la gallina criolla. Le gusta el calor que siente cuando se pone su ruana en las mañanas. Le gusta despertarse entre montañas y desayunar con agua de panela. Le gusta la vida del campo.
Recuerda que cuando estaba en el colegio aprendió a montar a caballo con sus amigas para ir a las veredas aledañas a su pueblo a enseñar catequesis y otros temas que aprendía en sus clases a las mujeres campesinas.
Nació hace 77 años en Boavita, un pueblo incrustado entre las montañas boyacenes, no muy lejos de donde comienza la Sierra Nevada de El Cocuy, Güicán y Chita, el punto que marca el fin del altiplano y el comienzo de la llanura.
Su papá, Ismael Corzo, era ganadero y agricultor, y su mamá, Tránsito Barrera, era modista y sastre, además de dedicarse al cuidado de sus diez hijos, cinco hombres y cinco mujeres, de los que Edilia fue la séptima.
De él heredó su pasión por el campo y la agricultura. «Y de ella aprendimos el arte”, dice con ahínco al referirse al tejido y el bordado.
En ese arte, que ha sido parte fundamental de su vida y que le sirvió en su juventud para contribuir a los gastos del hogar, encontró, ya más adelante, una efectiva herramienta para congregar a mujeres de varios territorios del país en proyectos asociativos con los que, además de generar alternativas económicas, pudo transmitirles el valor de la unión.
Toda una vida
De su tierra, dice Edilia, lo que más le gusta es que las personas «no se quedan quietas».
“Les encanta mirar cosas nuevas, cómo mejorar sus condiciones de vida, cómo hacer para buscar apoyos y ayudas”; en ese sentido, luego de toda una vida dedicada al trabajo con mujeres, dice que ella ha sido el ‘fosforito’ que ha hecho a esas mujeres darse cuenta de que necesitan buscar nuevas oportunidades.
Con 24 años, y luego de haber culminado sus estudios en la Escuela Normal Superior de San Andrés, en el departamento de Santander, a donde fue luego de terminar su bachillerato, entró a la comunidad religiosa de las Hermanas de la Caridad de Santa Ana y se fue para La Uvita, vecino municipio de su natal Boavita.
Ahí permaneció un año y luego, en 1975, la trasladaron a Bogotá para hacer su noviciado: dos años que cursan las mujeres que quieren convertirse en monjas para determinar si efectivamente quieren hacerlo y a qué orden quieren pertenecer.
Allí, por iniciativa propia, comenzó a trabajar con un grupo de recicladoras en talleres de tejido y manualidades con los que consolidó lo que ella llama “un bonito grupo de promoción de la mujer”.
“Descubrí que el tejido y las manualidades que había aprendido de mi madre eran un gancho importante que me permitía darle formación en otros aspectos a esas mujeres: lectura y escritura, también hablábamos de convivencia pacífica, de derechos, de la importancia de la familia y el hogar”.
De Bogotá salió para Bucaramanga en 1980 y ya consolidada como monja comenzó a trabajar con las poblaciones de los barrios del norte de la ciudad, conocidos como ‘zona roja’ a causa de las múltiples violencias que había y las diversas condiciones de vulnerabilidad de sus habitantes.
“Cuando llegué me encontré con muchos barrios donde las personas vivían en ranchos de cartón, de plástico; personas que venían desplazadas por la guerra, en situación de pobreza absoluta, entonces puse en práctica todo lo que había aprendido en la vida y comencé a buscar cómo mejorar sus condiciones”.
Trabajó con personas con problemas de adicción a las drogas, personas que ejercen actividades sexuales pagadas, migrantes, víctimas del conflicto y de desplazamiento forzado y madres cabeza de familia empobrecidas.
Estuvo durante 35 años y logró consolidar alianzas con la Alcaldía, la Gobernación, el Bienestar Familiar y las diversas iglesias y parroquias de la ciudad. Con ello consiguió asistir a esas poblaciones con comida, vivienda, educación, espacios lúdicos y de esparcimiento para los más jóvenes y, claro, espacios para tejer.
Tanto así que, con el apoyo del Bienestar Familiar consolidó la Fundación de Mujeres Artesanas, conformada por una veintena de mujeres del norte de Bucaramanga, con la que participó en ferias artesanales de la ciudad, así como de Medellín y Bogotá. Incluso llegaron a exportar sus productos a Alemania, Argentina y Estados Unidos.
Teji-Uvita, su más reciente aventura
En el 2016 volvió a Boyacá; le hacía falta y una de sus hermanas se había enfermado y tenía que atenderla.
De vuelta en su tierra trabajó en un centro de bienestar para la tercera edad de la mano del párroco local, con quien además comenzó a visitar las veredas aledañas al municipio.
En esos recorridos se dio cuenta de que a las mujeres rurales de la región les apasionaba el tejido y que incluso había algunas con cursos y estudios, entusiasmadas por las posibilidades económicas que podrían abrirse, pero a las que habían renunciado por obligaciones caseras.
Motivada por esa inquebrantable fe en la asociatividad, que es casi tan grande como la que tiene en Dios, decidió incentivar a esas mujeres campesinas a formar una cooperativa de tejido con la que pudieran explotar esas viejas pasiones y generar algún ingreso adicional a los de las labores agrícolas.
“Yo les decía que se asociaran, que se organizaran y se unieran todas las mujeres, y que si necesitaban algún apoyo o formación, yo con mucho gusto las orientaba y las acompañaba en ese proceso”.
Comenzó así un proceso con las mujeres rurales de las veredas que terminó motivando a las de la cabecera municipal, también tejedoras por tradición. Con esa juntanza se consolidó Teji-Uvita, una cooperativa de tejido que hoy agrupa a 45 mujeres.
Como en experiencias pasadas, el tejido y las reuniones que entorno a él se formaron, sirvieron para comenzar a hablar de otras cosas: equidad de género, relaciones humanas, emprendimiento y, sobre todo, la importancia de lo colectivo, algo que las mujeres entendieron a través de su mismo proceso.
“Solamente cuando uno se asocia es que puede realizar proyectos grandes, alcanzar metas que beneficien a muchas personas. La unión hace la fuerza, es una realidad”.
Tanto que fue gracias a Teji-Uvita y su trabajo que las mujeres comenzaron a ser reconocidas por la institucionalidad local que, a su vez, comenzó a apoyar sus proyectos e iniciativas y a llevarlas a ferias de emprendimiento locales.
Edilia, por su parte, lejos de pensar en retirarse de sus labores, sueña con comenzar un proceso con las mujeres campesinas de su pueblo, Boavita, también de gran tradición tejedora, como todo el departamento de Boyacá.
Todo porque, “las personas solitas pueden saber muchas cosas, pero una sola golondrina no llama agua”.
A pedido de Edilia, anunciamos que las mujeres de Teji-Uvita están organizando una donatón para conseguir más equipos, materiales y otros insumos necesarios para continuar sus actividades. Si quiere donar puede contactarse a este número de teléfono: 319 4570349.