En Itagüí, una moto convertida en museo lleva piezas arqueológicas y relatos de identidad a barrios, escuelas y veredas, acercando el pasado ancestral a nuevas generaciones.
La motomuseo itinerante de Itagüí nació en 2008 y desde entonces recorre barrios, veredas y colegios del Valle de Aburrá, en Antioquia. Se trata de un vehículo adaptado como sala de exposición, con el objetivo de acercar a la comunidad piezas arqueológicas, expresiones artísticas locales y relatos de memoria, para convertir el espacio público en una exposición abierta y de fácil acceso a la comunidad.
«Viendo que no habían museos en la región, fue tan loca la idea, que terminó con premio nacional, departamental y municipal, y todavía sigue rodando después de 17 años», relata Juan Pablo Ramírez, antropólogo y arqueólogo de la Universidad de Antioquia y director de la Corporación SIPAH.
Fundada en 2006, resultado de un semillero juvenil, y formalizada en 2008, la ONG SIPAH (Sociedad, Investigación, Patrimonio, Ambiente e Historia) se dedica a la gestión del patrimonio cultural y natural del noroeste del país.
Con sede en Itagüí, ha desarrollado proyectos en distintos departamentos desde un enfoque que combina arqueología con acción social que le ha permitido promover iniciativas ciudadanas, enfocadas en el reconocimiento de sus tradiciones y apropiación del territorio.
De una charla a un sueño
Lo que comenzó como una “idea audaz”, mientras tomaban un café Juan Pablo y algunos amigos, luego se transformó en la primera exposición arqueológica y artística permanente que tuvo Itagüí. De esta manera, en 2011, también se inauguró el Museo Comunitario Graciliano Arcila Vélez, un lugar donde se exhiben restos del pasado ancestral, así como muestras aportadas por la población en un equilibrio generacional vigente.
Ambos espacios se complementan: uno fijo, en el barrio El Rosario, y otro móvil, que sigue llevando el patrimonio hasta donde la gente lo habita. Así, la historia viaja sobre ruedas buscando arraigarse en el territorio.
La Corporación gestiona los proyectos desde hace más de 18 años con investigación, gestión cultural y trabajo social. Sus recursos provienen de estudios arqueológicos y donaciones, lo que les permite financiar actividades comunitarias.
«La moto es una maquina, y como cualquier maquina tiene gastos enormes: gasolina, impuestos, reparaciones… pero vale la pena porque es la única en América Latina con estas características», señala Ramírez.
Patrimonio vivo y descubrimientos arqueológicos

Uno de los hitos es el hallazgo, en 2022, de 22 tumbas indígenas a una cuadra del museo, con restos humanos y objetos de más de 2.000 años de antigüedad, mientras una constructora hacía el estudio previo para la ejecución de una obra. Fue entonces que el antropólogo Ramírez recomendó inspeccionar a profundidad el terreno, ya que la región tiene un alto potencial arqueológico.
«La misma comunidad nos tocó la puerta diciendo: oiga, ¿y ustedes cuándo van a mostrar el origen del barrio?», recuerda el director.
Meses después de encontrar el primer sarcófago, la exposición Historias, mitos y patrimonio arqueológico de la Loma y El Rosario nació de ese clamor. Hoy sigue abierta para que vecinos y visitantes conozcan la riqueza ancestral del territorio.
Este descubrimiento cambió la forma en que los habitantes de Itagüí perciben su entorno. «El patrimonio es una herramienta para reconstruir el tejido social. Nos permite transformar dificultades en sentido de pertenencia y en identidad con lo nuestro» resume Lucy Tobón, directora del museo.
Desde entonces, el Graciliano Vélez aumentó su influencia como un punto de encuentro, con talleres de arte, música, tejido y lectura que siempre giran en torno a lo ancestral y lo autóctono.
Esa conexión entre arqueología y comunidad también se vive en el motomuseo, que ha llevado a diferentes municipios exposiciones sobre cerámica prehispánica del Valle de Aburrá, pero también campañas de sensibilización.
En la última Navidad, por ejemplo, la moto circuló con un montaje contra el uso de pólvora y el abuso del alcohol, mostrando maniquíes heridos y artistas callejeros. Esa versatilidad convierte la muestra itinerante en una herramienta adaptable a su población y a sus necesidades pedagógicas.
Voces de estudiantes y transformación social

Esta experiencia cultural también ha impactado a jóvenes de instituciones educativas de Itagüí. «Gracias a la moto museo he encontrado un lugar donde me siento escuchada y acompañada. Es un apoyo emocional y también un espacio para aprender de nuestra historia», asegura Angie Jiménez, estudiante de la Escuela Olivares.
Daniel González, compañero de Angie, agrega que el proyecto cambió su manera de ver la ciudad: «Yo pensaba que Itagüí era solo fábricas y comercio, pero descubrí que aquí hay cultura y raíces indígenas que merecen ser reconocidas».
De esta forma, las familias también han cambiado su relación con el entorno. Explica Tobón que «los niños se han apropiado de espacios como jardines, parques públicos y murales, ellos mismos insertan en sus mapas la casa donde funciona todo y el parque arqueológico como lugares importantes de su vida». Esa apropiación social, según ella, es la mejor garantía de preservación.
Esto, gracias a que jovenes de las comunidades cercanas, apoyados por sus colegios, tienen acceso a la formación gratuita que ofrecen Lucy y su equipo, incentivando en ellos el senatido de pertenencia por sus espacios compartidos y la curiosidad por estudiar más a fondo sus orígenes.
Su influencia también se proyecta en las nuevas generaciones. Adultos que fueron niños visitantes ahora se gradúan de universidades y regresan como talleristas, investigadores o artistas.
Una de ellas es Elisa Garzón, quien diseñó el plan de gestión ambiental de la corporación como forma de retribuir lo aprendido. «Hay un antes y un después de SIPAH en Itagüí», afirma Ramírez, convencido de que la semilla ya germinó en decenas de futuros líderes culturales.
Un legado en movimiento

La motomuseo ha realizado cerca de 70 salidas del municipio, y recientemente llegó a Guarne, expandiendo su alcance más allá del Valle de Aburrá. A la par, el Graciliano ha recibido a más de 200.000 personas en sus salas. Entre ambos proyectos, la cifra supera ampliamente el cuarto de millón de beneficiarios directos, un logro que, en palabras de su líderes, «es notable para una organización comunitaria sin ánimo de lucro».
Los planes para el futuro son ambiciosos: cuenta Juan Pablo que han recibido solicitudes de varios departamentos, e incluso de otros países, para homologar su idea; iniciativas que espera concretar para seguir impulsando el crecimiento de su organización y llevar a más lugares su historia, la de sus antepasados y ¿por qué no?, la de sus vecinos.