Desde el esquile hasta el tejido y la comercialización, Cucunubá es epicentro de la producción de artesanías en lana. Cuatro artesanos cuentan en qué consiste cada etapa.
Cucunubá, ubicado en el norte del departamento de Cundinamarca, a aproximadamente dos horas (90 kilómetros) de Bogotá, es un municipio de gran tradición artesanal y específicamente de confección y elaboración de productos a base de lana.
Cuenta Javier Rojas, oriundo del municipio, y artesano desde que tiene memoria, que en cada casa tenía que haber un telar y que el trabajo en la artesanía «era sagrado”. Lleva 50 de sus 64 años tejiendo ruanas y ponchos en el telar de su taller, al que a diario llega a las 6:30 de la mañana.
Aprendió a tejer cuando era niño, de sus padres y sus abuelos. “Eso se lleva en la sangre, pues es herencia que nos dejaron nuestros ancestros”.
Y, aunque todavía Cucunubá es reconocido por ser un gran productor de lana, cuenta Javier que el oficio ha venido desapareciendo de a poco. “Ya a los muchachos no les llama la atención, terminan el colegio y se van para Bogotá porque quieren ser médicos o ingenieros, la artesanía no les interesa”.
Aun así, en Cucunubá hay todavía varios guardianes de la tradición que, como Javier, preservan el trabajo ancestral en cada uno de los puntos de la cadena de producción de la lana: desde el esquile de las ovejas hasta la comercialización de productos terminados de alta calidad.
El esquile
Cucunubá tiene 18 veredas en las que la cría de ovejas y chivos para la obtención de lana es una práctica regular.
María Gloria Pérez, oriunda de la vereda Pueblo Viejo y quien se dice “artesana de profesión, costumbre y tradición”, es una de las personas que todavía hoy, junto a su familia, se dedica a ese oficio.
Tiene 42 años y 30 de ellos los ha dedicado al esquile, la hilada de la lana y la manufactura de productos. Todo lo aprendió de su mamá: Blanca Estela Pérez.
“Mi mamá nos enseñó a tener cariño, y a sentir amor y orgullo por todo lo que hacemos, porque es un oficio que nos habla de quiénes somos y a dónde pertenecemos. Nos enseñó a tratar con amor a los animales para tener un material de la mejor calidad”, explica.
Así, cuenta, su mamá la acostumbró a ponerle nombres a los chivos y ovejas que nacían, así como a consentirlos, cuidarlos con buen pasto, buena agua, “para que no sufran ni nada de eso”.
Cuenta que una oveja está lista para esquilarse luego de su primer año de vida, que es cuando el vellón o, como dice Gloria, ‘la prenda de la ovejita’, mide entre 12 y 15 centímetros. “Ya con eso se puede obtener buena calidad del producto”.
Luego de esa primera esquilada, el proceso se realiza de manera anual.
Una vez se obtiene la lana, esta pasa por una serie de procesos de tratamiento: a los dos días de extraída se pone en agua para ablandar y extraer la tierra y otros residuos que pueda tener, se seca al sol sobre piedras y luego se le cortan las puntas, que suelen estar en mal estado.
Habiendo hecho eso, hay que ‘escarmelar’ la lana, que es básicamente abrir y soltar la lana para formar largas tiras de la fibra que luego se enrollan en la palma de la mano para, a su vez, formar manillas, que no son otra cosa que lana sin hilar enrollada.
La hilada
Cuenta Gloria que hilar es uno de sus momentos favoritos. “Es un proceso en el que no toca quedarse quieta ni sentada, sino que uno puede salir a caminar por el campo, hacer visita, cuidar las ovejas. Y mientras uno camina uno recuerda quiénes fueron nuestros ancestros y quiénes nos enseñaron la labor”.
Con las manillas listas, entonces, se procede a hilar con el ‘huso’, una herramienta de madera a la que se amarra un extremo de la manilla y con el que se le va dando vueltas, o ‘torzones’, para que esta se comprima y vaya formando una hebra, que a su vez se va enrollando en el huso.
Eso debe hacerse con dos manillas para luego envolver y formar un hilo con el que se forman los ovillos, que son las piezas redondas de lana que se ven en el mercado.
Ya con eso, Gloria vende la lana a los artesanos y a los tejedores, o los transforma ella misma en productos como gorros, bufandas, ruanas, ponchos y demás.
Asimismo, cuenta que, junto a su familia, ofrecen un servicio turístico en el que las personas pueden experimentar y participar en cada una de las fases del esquile, el hilado y su posterior tejido.
“Nos vestimos todos con los atuendos tradicionales campesinos y mostramos paso a paso el proceso y la gente puede participar en lo que quiera”, dice Gloria.
Aquí puede conocer con más detalle el proceso de la hilada.
La teñida y el tejido
Otoniel del Río y William Contreras son contemporáneos. El uno tiene 50 años y el otro 48. Ambos nacieron en Cucunubá en hogares de gran tradición artesanal y con quince años ya eran maestros tejedores.
Hoy los dos tienen talleres de tejido y confección de productos como ruanas, cobijas, pashminas, cubrelechos, tapetes, entre otros. El de Otoniel se llama ‘El Obrador’ y el de William se llama ‘Artesanía Lourdes‘.
Pero allí, además de tejer, tiñen la lana para tener productos con distintos colores. Y aunque hoy una buena parte de los artesanos de Cucunubá tinturan sus lanas con colorantes industriales, William y Otoniel mantienen la tradición de hacerlo con plantas del territorio.
“Para tinturar hay muchas plantas: el eucalipto, roble, cedro, con lengua ‘e vaca, las hojas de brevo, zanhaoria, remolacha, agraz, mora. Todas esas plantas se consiguen en los solares de las casas de nuestros abuelos y en el monte. Dan unos colores muy bonitos”, comenta William.
Por su parte, Otoniel comenta que le gusta usar la pepa de aguacate, que corta, machaca y deja en agua durante ocho días para que dé un color terracota. O la zanahoria y la acacia, que dan un tono habano. O la mora, que da un tono rojizo, o incluso la cebolla cabezona, que da un color gris.
Es un proceso con varios pasos: se pone a cocinar la planta en agua hirviendo para que suelte el color, allí mismo se inserta luego la lana, que Otoniel y William adquieren de campesinos del municipio, se deja hervir por 45 minutos y se agrega limón y sal, que ayudan a fijar los colores.
Se deja reposar durante toda la noche y al día siguiente se lava “y se mira qué color quedó, porque es un proceso muy artesanal entonces los tonos de los colores no son estandarizados, sino que pueden variar”, explica Otoniel.
Ambos combinan los colores originales de la lana, el café y el blanco, con los que surgen de cada teñida, para tejer los productos que después comercializan en sus talleres y también por pedido.
Están ubicados en el parque principal de Cucunubá, abiertos para las personas que quieran visitar y conocer acerca de esta fase de la producción de artesanías en lana.
Preservar el oficio
Javier, Gloria, Otoniel y William coinciden en que el el trabajo de la lana es un oficio que los conecta con sus raíces, con quienes son, sus antepasados y su territorio.
En ese sentido, a todos les preocupa que de a poco vaya desapareciendo por el poco interés de parte de los jóvenes, que buscan otro estilo de vida.
Así, entre otras cosas, están buscando generar alianzas con el colegio del municipio con el objetivo de incluir el trabajo de la lana en el currículo o como actividad extracurricular para interesar a la juventud, desde pequeña, en el oficio.
Además, creen que la comercialización de sus productos, así como dar a conocer toda la tradición y el trabajo detrás de cada una de las etapas del oficio pueden contribuir a preservarlo. Por eso siempre están dispuestos a compartir sus historias.
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