Una organización comunitaria de mujeres que el conflicto armado alguna vez extinguió, revive en Villavicencio para combatir el analfabetismo y ofrecer herramientas para que sus integrantes puedan narrar sus vivencias.
Rosa Emilia González Otálvaro nació el 14 de enero de 1952 en Neira, Caldas. Cuando era niña su familia se mudó a Caquetá, pues a su padre, quien trabajaba en vaquería, le llegó una oferta para administrar una hacienda.
Allí terminó de criarse, pero no estudió nunca porque no había dónde. Creció, se casó, vivió en Tolima y Huila, volvió a Caquetá y, en 1977, llegó al Meta.
Estuvo en Puerto Lleras, Puerto Toledo, y terminó en Puerto Rico, donde se estableció con su esposo. Formaron un hogar y Rosa montó una miscelánea que le permitió inscribir a sus hijos en el internado de Charco Trece, donde comenzaron a estudiar.
En 1985 se vinculó a la Unión de Mujeres Demócratas del Meta, una organización comunitaria que había surgido años antes en el municipio de El Castillo, región del Alto Ariari, de la mano de liderezas como Myriam Ballén, Cornelia Lombana y Asenedht Martínez, y que, ante la ausencia del Estado, comenzó a trabajar desde y por la comunidad.
“Nos entendíamos muy bien para trabajar, nos apoyábamos los unos a los otros, enseñábamos a los niños, se hacían escuelas y guarderías infantiles para que las mujeres con niños pequeños pudieran ir a trabajar. Todo lo hacíamos en comunidad”, cuenta Rosa.
En Puerto Rico vivió hasta que, a principios de la década de los 2000, cuando fracasaron los diálogos de paz en el Caguán, la Fuerza Pública se dispuso a recuperar el territorio que el entonces presidente colombiano, Andrés Pastrana, le había cedido a la guerrilla en lo que se conoció como la Zona de Distención.
Y aunque Puerto Rico no hizo parte de la Zona, sí es vecino del municipio de Vista Hermosa, uno de los cuatro territorios del Meta que, junto con San Vicente del Caguán, en Caquetá, conformaron el espacio.
Esa retoma del territorio significó un recrudecimiento de los enfrentamientos entre la Fuerza Pública y la guerrilla, a causa de los cuales Rosa y su familia, así como tantas otras del departamento y de la región, salieron desplazados hacia Villavicencio.
La llegada y la creación de la escuela
Cuando llegaron a la capital del departamento, cuenta Rosa, vivieron dos años cargados de estigmas, en los que “nadie nos daba trabajo, no nos recibían a los niños en el colegio porque ‘quién sabe por qué vendríamos’”.
Finalmente, ella y su esposo consiguieron trabajo, arrendaron una casa, metieron a sus hijos al colegio y, en el 2006, Rosa se reencontró con algunas de quienes hicieron parte de la Unión de Mujeres Demócratas del Meta, extinta a causa de la violencia.
Entre todas decidieron revivir la organización en Villavicencio. Crearon comités en los barrios La Nora, Pinilla, El Rodeo y otros, a donde llegaron muchas de las personas desplazadas de la región del Alto Ariari.
Las primeras acciones que realizaron tuvieron que ver con el rescate de las propiedades de la Unión, como la casa que tenían en Villavicencio y que hoy tienen en arriendo para financiar algunas de sus acciones y actividades.
Más adelante, comenzaron a tramitar denuncias formales de desplazamiento y desaparición forzados, de los que muchas de las mujeres de la organización fueron víctimas, incluida Rosa, cuyo hijo fue raptado el 27 de febrero del 2003 por sujetos desconocidos que lo hicieron bajar del carro en el que iban. Rosa todavía desconoce su paradero.
Ese proceso, sin embargo, se vio truncado muchas veces porque la mayoría de las mujeres de la organización no sabían leer ni escribir. Debido a esto, tomaron la decisión de fundar la Escuela de Alfabetización Celmira López Sabogal, haciendo homenaje a una de sus lideresas ya fallecidas.
Mucho más que una escuela
Cuenta Deidania Perdomo, actual coordinadora de la Escuela y quien también tuvo que salir desplazada en el 2003 del municipio de El Castillo, que la escuela comenzó con cuatro mujeres; una de ellas, Rosa.
“Esas cuatro trajeron otras cuatro, que a su vez trajeron otras cuatro, y así la escuela comenzó a crecer: pasamos a tener 17 estudiantes, después 25 y ahora tenemos 33”, explica Deidania.
Durante las primeras sesiones, cuenta, trabajaron temas de género y organizativos, se preguntaron por qué era importante y qué significaba encontrarse en ese espacio. A partir de ello, armaron un plan de trabajo y un cronograma en el que decidieron que todos los viernes, de 2 p. m. a 5 p. m., se encontrarían para aprender a leer, escribir, sumar y restar.
Desde el comienzo recibieron apoyos de oenegés, personas independientes, voluntarios de colegios y la Gobernación del departamento. Pero fue en el 2016 que lograron la que ha sido hasta ahora su alianza más estratégica: la del Colectivo Sociojurídico Orlando Fals Borda, que apadrinó el proyecto.
Ese mismo año, el Colectivo gestionó un convenio con la Universidad Minuto de Dios que, por 12 meses, envió pasantes para la formación de las mujeres.
“Ese fue un año muy productivo, las mujeres aprendieron el alfabeto, a escribir su nombre, firmar documentos y otras cosas que además contribuyeron a construir un reconocimiento de ellas mismas como mujeres, como sujetas políticas y a recuperar una identidad que ellas sentían que estaba perdida”, cuenta Deidania.
Pero conforme fue pasando el tiempo, la escuela se fue convirtiendo en un espacio en el que, mucho más que aprender a leer y a escribir, las mujeres se reúnen para compartir experiencias, hablar y tramitar su relación con el pasado, discutir su presente e imaginar su futuro.
Así, comenzaron a hablar de los procesos de memoria histórica que habían surgido a raíz de la firma del Acuerdo de Paz de La Habana y la subsecuente creación de instituciones como la Justicia Especial para la Paz (JEP) y la Comisión de la Verdad.
Deidania asegura que ninguna de dichas entidades las identificó o consultó jamás, por lo que llegaron a la conclusión de que las suyas eran “historias no contadas.”
Fue ese el título del libro que publicaron en agosto de 2021, en el cual, con su puño y letra, las 33 mujeres que en diciembre pasado se graduaron de la escuela, incluida Rosa, escribieron su historia y que, en palabras de Deidania, “pasaron de un kínder a un cuarto de primaria.”
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Durante el primer semestre de este año esperan sacar un segundo volumen del libro, en el que cuenten cómo están ahora, luego de todo el tiempo que ha pasado desde que salieron exiliadas de sus municipios.
Certificaciones formales
Y aunque las mujeres han tenido un gran avance, de pasar de no saber identificar una vocal a escribir un libro, la Escuela quiere establecer un convenio con alguna institución educativa que certifique formalmente el proceso de las mujeres, así como de otras personas que se han integrado a ella.
Por ejemplo, algunos de los esposos e hijos de las mujeres, que antes las criticaron por presentarse, se han integrado a sus sesiones y esperan que la Escuela sirva de plataforma para cumplir con la primaria y el bachillerato.
Por otra parte, a raíz de unas máquinas de coser que consiguió el Colectivo Orlando Fals Borda, las mujeres formaron un grupo de manufactura de bolsos que, además de constituirse como una fuente de ingresos, ha restaurado en cierta medida el tejido social y las relaciones que la violencia una vez rompió.
“Ellas comenzaron a decir, ‘yo en mi pueblo era la modista, yo era la que cosía, yo la que hacía los arreglos de la ropa’ y eso también nos ha permitido rescatar y aprovechar los saberes de cada una”, cuenta Deidania.
En palabras de Rosa, quien vive sola en su casa desde que su esposo falleció en enero del 2021, la escuela ha sido un lugar donde “me entretengo mucho. Estamos todas reunidas, coge uno más ánimo y más ambiente, una la pasa contenta y aleja muchas cosas que tiene en la cabeza. Ahora aspiramos a la universidad, vamos a ver si la vida nos alcanza”, comenta entre risas.
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