Excombatientes y población local trabajaron juntos para construir la Casa de la Cultura, Arte y Paz Jacobo Arenas. Desde las artes generan procesos de reconciliación y no repetición.
Estando en ‘la mata’, sin importar el frente o la unidad de las Farc a la que llegara, a Dayana Barbosa le gustó siempre participar en las actividades culturales que se organizaban al interior de las filas, particularmente las de teatro.
A la guerrilla llegó en los primeros años de su adolescencia y recuerda que desde que entró “siempre hubo teatro, danza, poesía, canciones. La cultura era muy inculcada y a mí me encantaba participar en eso”.
No había vez en la que Dayana no estuviera en la escuadra que organizaba la actividad teatral. Con gusto participaba como actriz, ayudando con los disfraces, a montar el escenario, a invitar al público y en cualquier otra actividad relacionada con la puesta en escena, todo para garantizar la mejor de las presentaciones.
Cuenta que sus camaradas solían decirle que a ella le gustaba andar “payaseando y haciendo monerías” y ella, sonriendo, les respondía que sí, que era feliz.
Hoy Dayana vive en el Centro Poblado Jaime Pardo Leal, vereda Las Colinas, municipio de San José del Guaviare. Allá llegó en el 2017 a entregar su fusil y en la actualidad trabaja como profesora y tallerista de teatro, específicamente en la Casa de la Cultura, Arte y Paz Jacobo Arenas, inaugurada en febrero de este año.
“El deseo de soñar en la ruralidad”
Eso significa la Casa para Yessica Díaz, quien pertenece a la Asociación de Mujeres Jaime Pardo Leal (Asomujapal), una de las organizaciones socias implementadoras del proyecto, que se financió en buena parte luego de ganar una convocatoria de los Fondos Multidonantes para la Paz.
Y es que, según dice, esta es la primera Casa Cultural que existe en zona rural del departamento de Guaviare, la cual no solo ha integrado personas del Centro Poblado, antiguo Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación, y de Las Colinas, sino también de otras cinco veredas aledañas.
“Diferentes personas se están involucrando: niños, adolescentes, madres, que vienen con la mentalidad de que nunca es tarde para educarse, donde hay educación hay progreso, y eso es también lo que queremos con la Casa”, dice Yessica.
Por ello, cuenta, previo a la construcción de la casa, que culminó en su primera etapa el pasado 28 de febrero, Asomujapal realizó lo que Yessica llama la propuesta pedagógica para la Casa y que Ómar Arévalo, representante legal de la Fundación Raíces de Mi Tierra, el otro socio implementador de la Casa, dice, es su eje principal.
Cuando se ‘soñaron’ la Casa, en plena cuarentena por la pandemia del coronavirus, el grupo de diez personas que lo hizo, entre excombatientes y población local, tenía una cosa clara: debía ser algo que respondiera a las necesidades y, sobre todo, a los intereses de la comunidad.
Por ello, la propuesta pedagógica que ejecutó Asomujapal consistió en recorrer el Centro Poblado, Las Colinas y las cinco veredas aledañas preguntando qué era lo que querían las personas en ese espacio.
“El centro poblado es muy diverso y multicultural: tenemos caracterizadas 14 etnias indígenas, hay población afro y por supuesto campesina”, dice Ómar.
Así, entre varias otras cosas, en la propuesta pedagógica quedó consignado el interés que manifestaron las poblaciones indígenas para que en el área de danza se incluyeran sus ritmos tradicionales, “porque sí, muy buena la danza urbana, pero queremos bailar lo nuestro”, recuerda Yessica que le dijeron.
Además, solicitaron un espacio para conformar una especie de aula-museo en donde puedan dar a conocer sus tradiciones y costumbres.
Y es así, dialogando, encontrando puntos comunes, construyendo vínculos sociales y afectivos, así como ofreciendo espacios de formación en una ruralidad dejada a su suerte, que la Casa construye paz.
Cultura para la construcción de paz
“Cuando se firma el Acuerdo de Paz, éramos conscientes de que teníamos que hablar de reconciliación y de perdón, pero que iba a ser muy difícil hacerlo desde la política, por lo que escogimos la cultura y las artes para hacerlo, que son un idioma universal”, cuenta Ómar.
Así, tomaron varias acciones para garantizar que la Casa de la Cultura fuera un espacio que, con cada actividad que realizara, le apostara a la paz. Por un lado, comenzaron a generar actividades a las que no solo invitaban a los habitantes de Las Colinas, sino de otras cinco veredas aledañas al lugar, con el objetivo de fortalecer los lazos comunitarios.
Con ese mismo objetivo decidieron que los profesores y talleristas debían ser locales y, aunque la mayoría no tiene un certificado que lo acredite como maestro, sí tienen décadas de experiencia empírica en sus prácticas.
Es el caso de Dayana, por ejemplo, y de Diomedes Florez, también firmante de paz y quien durante toda su vida ha tenido una gran pasión por el arte y por el muralismo en particular. Hoy, luego de mantenerla como un pasatiempo para apaciguar la zozobra de la guerra, la ejerce como profesión en la Casa Cultural.
Ambos coinciden en que el vínculo entre la cultura y la paz, “es una cosa de lógica: si uno tiene a su hijo haciendo algo, estudiando, preparándose, no va a tener tiempo de estar pensando en otras cosas”, dice Dayana.
Y agrega: “Yo no me arrepiento de haber sido guerrillera, nunca en la vida, pero yo ingresé porque no había oportunidades, no había colegio, no había un taller, no había nada que lo inspirara a uno como niño”.
Pero además, dice Ómar, la cultura es una herramienta para “sanar corazones”, y un mecanismo para que las comunidades, que por décadas vieron truncados sus posibilidades asociativas y en muchos casos pagaron con sus vidas por resistir con juntanza a la violencia que separa, se reintegren y trabajen de manera conjunta para “reconstruir los corazones de quienes sufrieron el conflicto”.
Y aunque al principio tuvieron que recuperar la confianza de los vecinos, quienes con justificado escepticismo recibieron la idea de asistir a talleres con excombatientes, la Casa llegó a crear espacios para el diálogo, el reconocimiento y la reconciliación.
Con danza folclórica, música, artes plásticas y muralismo, teatro, y comunicaciones, las cinco líneas artísticas y culturales de la Casa, “se crearon lazos de estrecha hermandad, ya no hay la enemistad que dejó el conflicto, sino que son amigos”, cuenta Ómar
“Podemos cambiar el país a través de la cultura”
Pero la apuesta de la casa no es únicamente por el restablecimiento de vínculos comunitarios, tarea vital en sí misma, sino por despertar también el pensamiento crítico de la población, generar conciencia y cambiar malos hábitos.
Por ejemplo, cuenta Dayana, “en el Guaviare la tala de bosques, la fumigación con glifosato y toda la Operación Artemisa (la estrategia, principalmente militar, del Gobierno para combatir la deforestación) son un problema enorme. Entonces a través de nuestras obras de teatro hacemos un llamado acerca del daño que está pasando”.
Sin embargo, agrega, son críticos de las malas prácticas agrícolas que tienen algunas personas, o con los casos, todavía constantes, de violencia intrafamiliar por una mentalidad machista que permanece arraigada al campo.
“Buscamos también generar conciencia, pero a través del arte, no necesariamente tenemos que hablarlo, porque a veces es difícil; pero sí usamos el teatro, el muralismo, el baile para comunicar esas cosas”, dice Ómar.
Y aunque la Casa, que Dayana, Ómar, Yessica y Diomedes definen como una poderosa herramienta para la paz en Colombia, comenzó su operación a principios de este año, todavía su construcción no se ha completado por falta de recursos.
Por ello, para culminar las últimas dos fases, que son, sobre todo, de equipamiento de algunos espacios, pintura, y otras obras menores, la casa cultural está recibiendo donaciones a través de su página de Instagram y Facebook