Por eso los bogotanos adoramos tanto la tierra caliente. Porque vamos buscando los acentos, las voces, las canciones en las que se puede decir de forma diferente el nombre de Colombia.
Mi infancia fue en Cali. ¡Cuánto quise ese tiempo!, esos años. Tanto, que escribí una novela para que todo eso no se me fuera nunca, no se escapara de mi vida nuca como agua entre las manos, como semillas resbalando por entre los dedos largos del olvido.
En ese tiempo oí por primera vez la voz de las mujeres negras que bajaron a lavar al río. Su acento temblándoles en los labios como una mariposa.
Es que por mi barrio, por mi calle, ¡pasaba un río! Y ahí, oí la voz, las voces de las lavanderas. No era la voz de mi madre, la voz de los besos y las yemas de la niñez. No era la voz de mis hermanas, mojada de las gotas de los días mutuos. Era otra voz, anterior, primigenia. La voz de las mujeres que empezó a ser una canción en los oídos infantiles, una música misteriosa. Teñida del jugo, del almíbar de las mandarinas y las naranjas que ellas se comían, que desgajaron mientras caminaban con el platón de ropa húmeda sobre la cabeza.
¡Qué altas que eran aquellas mujeres! Qué largos sus brazos y qué móviles y dulces sus cuerpos, qué dulce el sudor de sus axilas y su frente. Yo era un niño pequeñito y las miraba, asombrado. Y lo que más quería era que hablaran, entre ellas, sobre las ondas del río, bajo el calor de las guaduas calientes y amarillas, entre el pasto y los helechos suculentos. ¡Yo no había oído esa voz! ¡No sabía que existía! Que se me podía meter entre los oídos, entre los pulmones y las encías y llenarme de felicidad y de esperanza. Sin saber por qué.
Ahí comencé a ver que Colombia era infinita.
Porque las voces eran distintas maneras de pertenecer a esta tierra, a este país y sus brazos. A este país y sus rasgos, sus ademanes. Diferentes poros y bellos, diferentes pieles, diferentes sensibilidades para amar a Colombia. Para ligarse hondamente a Colombia a través de la canción de la voz, de la tesitura de cada voz, del itinerario musical de cada una de las voces en que hablamos en todas las regiones de nuestro país. Cada voz que hace alzarse en la mente unas montañas, unos cafetales, unos golfos y unos mares esplendentes, unas cañadas, unas hondonadas, uno valles, unos desiertos calcinantes, unas riveras clementes y sombreadas. Unos ríos, unos cerros, unas mesetas, unas arboledas tupidas. Todo un país, toda una cartografía amorosa y vital que nace de las venas, de la linfa dulce de la voz. De la voz primera de las mujeres que amamantan a Colombia.
Todas las voces de este país que amamos y que son en realidad una sola voz. Porque nada hay tan verdadero para conocer un alma, unas almas, millones de almas, que el timbre, que el acento que modula y cubre de plumas la voz.
Si como dicen, la infancia es nuestra verdadera patria, entonces la vida toda es en realidad la búsqueda instintiva, inconsciente, a tientas a veces, de la infancia que perdimos. Lo que estamos buscamos todos en realidad es volver a la niñez. A las voces iniciales. A las que nos entibiaron los oídos y nutrieron los ojos y el aire que respiramos. Las que pusieron tela sobre tela, las capas geológicas de nuestros recuerdos.
Los acentos únicos, irrepetibles, la voz de las mujeres antioqueñas, de las llaneras, de las santandereanas, de las costeñas, de las opitas. Todas son cantos, todas son almíbar, todas son ojos y pestañas de amor y verdad para ver a este país que nos duele y que queremos tanto.
Ahora estoy en una playa en el Golfo de Morrosquillo y unas mujeres de túnicas blancas cantan la tortuga debajo del agua, y yo me estremezco y se me llenan los ojos de llanto. Y pienso en lo solos que estamos los bogotanos allá en esa ciudad que ahora parece remota y fría, donde hemos vivido lejos del rebrillo de la luz en la arena y en las hojas de las palmeras. Ahora estoy con los niños de La Sierra entre los campos de millo y oímos el agua en los canales de riego, y pienso en lo fría y en lo inmóvil que parece el agua de las acequias, el agua de las lagunas en las que la neblina rodea los sauces. Ahora estoy pescando en el río de Sasaima, ahora me como un zapote o un pescado frito y tengo tibias y aromadas las manos. Ahora, ahora…
Ya lo entiendo todo. Por eso es que salir de Bogotá fue siempre para nosotros ir a un Shangri-La. A un vergel, a un paraíso, pero no teologal sino real, aquí en la tierra, aquí en el tiempo de los hombres y las mujeres que se toman de la cintura y se besan. Por eso vamos con la cara llena de luz cada vez que salimos de la Sabana, por eso los bogotanos adoramos tanto la tierra caliente. Porque vamos buscando los acentos, las voces, las canciones en las que se puede decir de forma diferente el nombre de Colombia. Y nunca es más verdadero. Nunca da más esperanza que cuando lo oímos en los labios de la gente que está en el corazón rítmico y ondulante de las regiones de Colombia.
Los acentos, la canción de la voz, de las voces de esta tierra, que de solo oírla nos pinta de flores la cara. Decir pomarrosa, decir río, decir madrugada, pero con la voz de cada comarca. Y volver llenos de luz, por un instante, a esa otra tonada. La de la llovizna eterna sobre los magnolios y los eucaliptos del parque.