Los ríos Cravo Sur y Meta, cuatro Reservas Naturales de la Sociedad Civil y una serie de hospedajes comunitarios. Entre Yopal y Orocué, Casanare, existen escenarios que exponen la diversidad ecológica y cultural detrás de la magia de los Llanos Orientales.
Los sonidos del Llano y del río
Los Llanos Orientales son una tierra de historias. Historias que nacen de la tradición oral de su gente, que marcan el ritmo de arpas, cuatros y bandolas, y que se traducen en los movimientos del joropo; historias plasmadas en sus ríos, sabanas y en el piedemonte llanero.
Sólo hay que recorrer el río Cravo Sur para encontrarse con los sonidos de esas historias del Llano.
Aquella tarde lluviosa me embarqué en La Quitapesares, la lancha de la familia de Luz Edith Roldán y Andrei Guerrero, una pareja que le apostó a la conservación en Casanare al convertir sus tierras en una Reserva Natural de la Sociedad Civil: La Fortuna.
El motor de La Quitapesares y el sonido del agua que chocaba con la embarcación contrastaban con el silencio del río. Arriba: garzas que sobrevolaban la lancha y otras que se postraban sobre las ramas de los árboles.
No todo el paisaje del río es inhabitado. A las orillas de los caños del Cravo se divisan muelles y lanchas de pescadores casanareños que venden sus productos o los consumen con sus familias. Buscan, entre la diversidad de especies que habitan en el río, la gran cachama que puede llegar a pesar unos 12 kilos.
A lo largo de los caños del río hay ‘puentes’, que realmente son alambres colgados de un extremo a otro por las comunidades, para que las personas se ayuden a cruzar caminando cuando el invierno llega.
El barco se detuvo y llegó el silencio. En una bahía, al atardecer, percibimos los sonidos de las aves, grillos y chicharras. En ese momento, Luis Pino, pasajero de la embarcación sacó un cuatro, uno de los instrumentos más tradicionales de las grandes llanuras colombo-venezolanas, y el instrumento nacional de Venezuela.
“Cuál quieren que toque”, dijo el maestro Luis Pino con acento caraqueño. Luis, que migró de Venezuela hace tres años, empezó a tocar en las cuerdas de su cuatro Viajera del río, compuesta por Manuel Yánez, y dedicada al lirio de agua, una flor que el autor encontró en sus viajes por el río Orinoco.
Tal como la flor se ocultaba en la historia de la canción, el sol seguía su descenso. Las nubes de lluvia se llenaron de la luz naranja del atardecer y, con las últimas notas del cuatro de Pino, nos despedíamos del paisaje. Del río.
El camino a un gran río
Atravesar el Cravo Sur con rumbo a Orocué es presenciar lo vasta que es la selva en cada orilla. Las inmensas sabanas inundables que existen al otro lado de los bosques tupidos no se alcanzan a ver desde el río. A pesar de ello, el afluente es considerado pequeño en términos geográficos.
Qué grande es un río pequeño, sin embargo habría que ver un río grande.
Nos detuvimos en el hato San Pablo, cambiamos la lancha por avioneta. Arriba, la sensación grandeza propia de los paisajes de los llanos aumenta aún más. A lo lejos veíamos pequeños puntos negros que desaparecían en las lagunas de las sabanas inundables. Eran manadas de chigüiros cruzando las llanuras.
Desde lo alto, los grandes bosques compuestos por diferentes especies de árboles y arbustos contrastaban con los vastos monocultivos de palma, de los que no alcanzamos a ver su final.
Al igual que con la palma, el final del Cravo Sur no hace parte de la lista de todo aquello que se ve desde el cielo.
La presencia de la industria petrolera en los Llanos también es parte del paisaje, pues entre el verde de los pastos y los bosques que contrastan con espejos de agua, hay un punto árido, como un pedazo de desierto en medio del llano, en el que Oiru Corporation ha adelantado actividades petroleras.
A pesar de ello, según María Velásquez, vocera de la petrolera, la compañía cuenta con todos los lineamientos exigidos por la Autoridad Nacional de Licencias Ambientales y el Ministerio de Ambiente. La vocera señala que Oiru Corporation adelanta proyectos de compensación en Orocué, “reforestando áreas en zonas de recarga hídrica en inmediaciones del Caño San Miguel, Caño Guirripa y en la Reserva Natural de la Sociedad Civil Las Malvinas”.
Fue también durante ese recorrido por los cielos de Casanare que vi por primera vez al río Meta. Desde el aire, el Meta parece duplicar el ancho del Cravo.
De vuelta en la lancha, y ya en el río Meta, las corrientes eran mucho más fuertes, las aguas mucho más amarillas y profundas, ideales para los delfines de río, aunque son difíciles de ver.
Con el sol a nuestra espalda, navegamos el río que marca la frontera política entre los departamentos de Meta y Casanare hasta que llegamos al puerto de Orocué.
El pueblo y el río
Orocué es un municipio que se ha difuminado en el tiempo. En el pasado, su posición privilegiada a las orillas del Meta hizo que fuese un puerto de comercio estratégico, sobre todo durante la segunda mitad del siglo XIX.
«Por Orocué entró la primera Coca Cola a Colombia«, señalan con orgullo los habitantes del municipio. En el malecón los mangos y pomarrosas caen sobre las raíces de los árboles, y con suerte los transeúntes pueden probarlos si encuentran una fruta suficientemente madura.
Hacia el occidente del Malecón se encuentra una casa pintada de blanco con tejas y detalles verdes. Es una casa antigua y tiene un letrero pequeño y marrón que dice «Casa de la familia Amézquita. Aquí se alojó José Eustasio Rivera«.
Hoy, este lugar es la Casa Museo La Vorágine, un espacio que le ha recordado a los habitantes del municipio y del país que Orocué es la «cuna de La Vorágine«, pues fue allí donde Rivera conoció la cultura llanera y a distintas personas que inspiraron los personajes de esta obra fundamental en la literatura latinoamericana.
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En la casa el corredor principal conduce a un jardín tradicional de la arquitectura mora que llegó al territorio en el periodo colonial. Un grupo de hombres vestidos de alpargatas, camisilla y pantalones blancos, junto a las mujeres de vestidos anchos con colores vivos y faldas largas, trajes típicos de finales del siglo XIX, comenzaron a recitar una de las escenas de La Vorágine.
“Cuando nosotros llegamos a trabajar el tema, nadie sabía por qué Orocué era la cuna de La Vorágine. Le preguntábamos a los niños si sabían qué era La Vorágine y ellos respondían: ‘sí, es la droguería de la esquina, o el restaurante de doña Chiqui’, pero no sabían sobre la obra de Rivera», cuenta Carmen Julia Mejía, directora de la Casa Museo.
Sin embargo, hoy son los jóvenes y los niños de Orocué los que preservan la historia de su municipio, sobre todo aquella ligada a la obra de Rivera, a través del teatro y el arte. Los dibujos de los niños sálibas, una de las comunidades indígenas que habita en Casanare, se encuentran pegados en las paredes de esta casa decimonónica.
Con colores vivos, allí narran las escenas de la novela, particularmente aquellas que tienen lugar en los Llanos Orientales. Así, la historia del municipio no solo se encuentra en el pasado que representa la casa, sino que está viva a través del trabajo de los más pequeños.
Wisirare: un santuario para la fauna llanera
Más allá de su historia, en Orocué la comunidad también conserva la fauna y la flora de los Llanos Orientales. Testigo de ello es el Parque Wisirare, un santuario de 1.300 hectáreas al norte del casco urbano. Al llegar, el sonido de un árbol siendo golpeado nos dio la bienvenida.
Miramos hacia el cielo y vimos a un pájaro carpintero construyendo su nido. Golpeaba la madera con su pico y al acercarnos se detuvo. Nos observaba con cautela, hasta que nos alejamos para observar otro animal, uno mucho más grande y una especie endémica de los llanos colombo-venezolanos: el caimán llanero.
Uno de los trabajadores de Wisirare. Se paró encima de una serie de estructuras metálicas, algo similar a una ‘jaula’, conocida como playa, en donde suelen criarse reptiles jóvenes. Abrió una de las rejillas y nos dijo: «Aquí están». Nos acercamos a los tanques y vimos decenas de pequeños reptiles de no más de 15 centímetros en una playa artificial con suficiente agua para que pudieran nadar.
«Según el último reporte del Gobierno chino, en todo el mundo hay menos de 2.000 pandas, el animal bandera de la conservación a nivel mundial. Sin embargo, si sumamos los ejemplares que viven en Venezuela con los que habitan en las llanuras colombianas, existen menos de 1.000 caimanes llaneros en el mundo», contó Alejandro Olaya, director de la Fundación Palmarito, entidad que administra el Parque Wisirare.
Al lado de los tanques había un terreno cercado, grande, por donde pasa un pequeño río y un bosque. «Allí están los papás», nos dijo Alejandro. Con una mezcla de miedo y curiosidad, veíamos por los huecos de la rejilla hacia el fondo del bosque. «No hay nada», pensamos.
En ese momento, un trabajador del parque se acercó con un balde lleno de carne. Los pedazos debían pesar unos diez kilos. Mientras silbaba, agarró un pedazo con su mano derecha, lo elevó y luego comenzó a golpear el piso.
El sonido hizo que salieran del río tres caimanes enormes, que medían aproximadamente cinco metros de largo. Observaban la carne con ansias.
El trabajador la lanzó con fuerza hacia el otro lado de la reja.
Las dos hembras y el macho empezaron a pelear por la comida y solo podíamos pensar que el pequeño animal, que hace un momento habíamos sostenido con ambas manos, en unos años sería igual o más grande que las especies que teníamos ante nosotros.
«Fue por la piel. La piel de los caimanes llaneros fue muy apetecida en el pasado porque es muy suave. Eso hizo que la población de estos animales fuera diezmada», contaba Olaya. Y es que, a pesar de ser uno de los lagartos más grandes del mundo, hoy muchas de las especies que están vivas y son liberadas en algunos puntos del río Meta, son las pequeñas crías que viven en centros de conservación como Wisirare.
Los caimanes llaneros no son los únicos animales que tienen una nueva oportunidad para sobrevivir en Wisirare. Las tortugas charapas, otro reptil que se encuentra en riesgo, también están allí. Luego del espectáculo que presenciamos al ver a los caimanes comer, nos dirigimos hacia una de las lagunas del parque para liberar tortugas.
Al llegar al mirador, pudimos ver el atardecer. El sol y las nubes se reflejaban sobre una inmensa sabana inundable. A lo lejos, volvimos a ver manadas de chigüiros, esta vez con más emoción por la ayuda de los binoculares.
Nos acercamos a la orilla de la laguna y cada persona del grupo sacó de una gran caja a una tortuga. «Pónganles un nombre», nos dijo Alejandro. Con la poca creatividad que pude tener en ese momento, decidí llamar a la mía Maria Claudia, producto de la obsesión reciente que tenía con la canción de Piel Camaleón. Le desee que sobreviviera y que pudiera tener crías, la bajé al suelo y salió corriendo hacia el horizonte. María Claudia se sumergió y comenzó su nueva vida con un buen chance de supervivencia.
Me despedí del Llano con la imagen de un atardecer que sintetizaba lo que había vivido hasta ese momento. La identidad del Llano está definida por las grandes planicies y sus animales. Hoy, son los mismos llaneros quienes se sienten llamados a conservar aquello que los nombra.