A través del involucramiento de todo tipo de personas y organizaciones en procesos científicos, la ciencia participativa busca crear un conocimiento más aterrizado, práctico y nutrido.
Cuando Charles Darwin se embarcó en el HSW Beagle en busca de los misterios que después lo consolidarían como uno de los más prominentes naturalistas de la historia, si no el más, tenía poca formación como científico. Había dejado a medias sus estudios de medicina y lo que lo motivaba en realidad era una infinita curiosidad por las criaturas que habitan este planeta.
Lo mismo sucedió con John James Audubon, naturalista considerado como el primer ornitólogo de América, quien comenzó haciendo sencillos experimentos motivados por la curiosidad, como amarrar hilos a las patas de las aves para marcarlas y ver si anidaban siempre en el mismo lugar año tras año. Y resultó que sí.
Ese es uno de los principios desde los cuales parte la ciencia participativa, o ciencia ciudadana, como se le conoce más popularmente alrededor del mundo: cualquiera puede ser un científico y generar conocimiento.
En Colombia hay varios institutos y organizaciones científicas que tienen líneas dedicadas a la investigación con ese enfoque, algunos sin nombrarlo de manera explícita y otros creando departamentos enteros para su desarrollo.
Es el caso del Instituto Humboldt, que desde 2016 abrió su línea de investigación de ‘Diálogos de saberes y ciencia participativa’. A su cargo, Sindy Martínez, ecóloga de profesión y magíster en desarrollo, con más de una década de experiencia en este campo.
Al principio lo hacía sin saber, pues aunque se dedicaba a la investigación participativa y su trabajo siempre había sido muy cercano a comunidades rurales, campesinas, indígenas y afro que enriquecían sus investigaciones con su conocimiento orgánico y tradicional, no sabía que eso recibiría el nombre de ‘Ciencia participativa’.
Cuenta, por ejemplo, que trabajó en un proyecto de conservación de tortugas de río en la Orinoquía en el que su papel era explicar a la comunidad cómo conservar a la tortuga, la importancia de hacerlo, así como la importancia de la conservación de los ríos, porqué no apoyar el tráfico ilegal de especies y demás. Sin embargo, más que una transmisión unidireccional de conocimiento, Sindy cuenta que de la comunidad con la que trabajó aprendió mucho de tortugas, así como de los motivos que ellos tenían para su conservación y las ideas que tenían para hacerlo.
La ciencia participativa, entonces, busca “generar información y conocimiento a partir del involucramiento diversos actores, no solo los expertos, sino las comunidades, profesores, alcaldes, ciudadanos en general”, con el objetivo de tomar mejores decisiones respecto a una problemática ambiental.
La ciencia criolla: un paso adelante
Para Sindy, aunque los procesos tradicionales de investigación y de conservación han resultado efectivos y productivos, “suelen estar muy alejados de las personas o las involucra en cosas pequeñas como decirles que tal cosa se va a desarrollar, comunicar los resultados y que ellos ayuden a difundir. Está chévere pero casi no se sabe qué se va a hacer con eso después”.
Por el contrario, para ella, la ciencia participativa, por contar con el involucramiento profundo de las personas que están y conocen el territorio en el que se desarrolla una investigación, “está un paso adelante”.
Eso en la medida en que, por un lado, las personas cuentan con un interés previo por desarrollar un ejercicio de conservación y, además, conocen cuáles son sus necesidades específicas, por lo que proceder en la formulación de un plan de acción es mucho más fácil y oportuno.
De la misma manera, dado que es un proceso que involucra a las personas en todas las etapas de la construcción de conocimiento, no solo resulta uno mucho más rico y robusto, compuesto de diversas perspectivas e incluso cosmogonías, sino que genera un interés comunitario por investigar y conocer desde otros lugares su territorio, al tiempo que garantiza la continuidad de los procesos que allí se desarrollen, porque son, también, proyectos de la comunidad y no solo de una institución foránea que llegó, hizo y se fue.
Pero no solo eso, sino que, además, a través de este enfoque, se genera un aprovechamiento mutuo del conocimiento que fluye de manera bidireccional.
Así, Sindy recuerda una experiencia en los Montes de María, en la que un grupo de mujeres dedicadas a la producción de ñame decidió destinar una parte de sus réditos agrícolas a la conservación del bosque seco a través de la compra de plántulas para reforestar y de la financiación de jornales de siembra, algo que, a su vez, respondía a un entendimiento tradicional del cuidado del agua en un ecosistema que sufre mucho por su ausencia.
“Desarrollar ejercicios desde este enfoque es aterrizar mejor las investigaciones y estrategias al territorio para que puedan tener más efecto en los ecosistemas y en las personas, sobre todo, porque estas se apropian del ejercicio de investigar y así sacamos de la cabeza que los investigadores y científicos son los únicos que hacen ciencia, acá también hay ciencia criolla”.
La ciencia participativa está en todas partes
El desarrollo de la tecnología ha sido un gran aliado de la ciencia participativa, particularmente de las aplicaciones móviles para el registro y monitoreo de especies. Plataformas como eBird e iNaturalista han permitido que las personas registren en sus entornos las especies de fauna y flora que los rodea con el objetivo de robustecer el conocimiento que hay en torno a ellas.
Claro, explica Sindy, no todos los datos que se suben son correctos, por lo que luego del registro tiene que haber un proceso de curaduría y verificación que asegure que la información allí incluida es veraz y rigurosa, pero sin duda han sido herramientas útiles para robustecer el conocimiento científico desde la participación ciudadana.
Sindy recuerda, por ejemplo, el caso de Ecomunitario, una organización en Bogotá dedicada a la ciencia ciudadana y a la defensa la biodiversidad urbana. Esa organización ha desarrollado unos muy completos inventarios de fauna y flora urbana que fueron claves para descubrir que en Bogotá sí hay murciélagos y que estos son responsables de buena parte de la dispersión de semillas por la ciudad y, en ese sentido, del arbolado urbano.
Eso, por ejemplo, ha permitido evitar talas de árboles en parques urbanos como El Virrey, siendo estos epicentros no solo de especies fundamentales para la biodiversidad en la ciudad, sino también generadores de bienestar en las comunidades que habitan a su alrededor.
De la misma manera, ejercicios como los Bioblitz, que organizó el Instituto Humboldt en distintas ‘biodiverciudades’ del país, ciudades que integran la biodiversidad dentro de su plan de desarrollo, y que contaron con la activa participación de la población de las ocho ciudades que integraron el proyecto, han servido para engrosar y fortalecer el conocimiento acerca de la fauna y la flora urbana, de las cuales no se sabe mucho si se compara con zonas rurales o periurbanas.
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Tanto así, que para 2016, la plataforma de iNaturalista contaba con alrededor de 6.000 especies registradas en Colombia y hoy tiene 26.127. Esas cifras muestran, además del movimiento que experimenta a diario, un interés cada vez más grande de parte de la ciudadanía y las personas en general por la ciencia y el registro de especies, que, aunque debe pasar por un filtro, son datos que contribuyen a la generación de conocimiento y así a la mejor toma de decisiones para formular planes y acciones concretas para la conservación.
Pero las iniciativas de ciencia participativa no solo vienen desde las ciudades o desde las instituciones que trabajan en territorios, sino de las comunidades que los habitan. Por ejemplo, Sindy menciona un proyecto al que entraron luego de que un resguardo indígena en Nariño los contactara para pedir su asistencia técnica en un proyecto de turismo científico en el que están trabajando.
Al final, la ciencia participativa construye comunidad a partir de la generación de redes de conocimiento, porque la distancia y sobre todo la jerarquía entre el investigador y quien habita el territorio deja de existir, por lo que pueden interactuar y enriquecer su quehacer a partir de esa interacción.
“Las personas se empoderan en el ejercicio de investigar, indagar, preguntar, cuestionar y tomar acción en su territorio, llevar a cabo y proponer, entonces, combinado con lo que nosotros podemos aportar como expertos, se vuelve ‘una comida muy nutritiva’”, concluye Sindy.