En las riberas del río Putumayo, donde llegar a un hospital puede tomar días y la violencia armada limita los caminos, un programa comunitario protege la salud de madres y bebés en la frontera entre Perú y Colombia.
Mamás de la Frontera es un programa que forma mujeres como agentes de salud en las riberas del Amazonas y el Putumayo, acompañando a gestantes y recién nacidos en territorios donde el sistema de salud no logra llegar.
Esta iniciativa surge de Mamás del Río, “un programa que empezó en 2015 en la región de Loreto, en la Amazonía peruana, con el objetivo de reducir la mortalidad materna e infantil”, explica Magaly Blas, directora de la Fundación Mamás del Río. Con esa experiencia como base, la iniciativa se adaptó a los contextos fronterizos desde 2021 y hoy con el apoyo de ambas cancillerías trabaja en las comunidades quichua, búe, murui y colonas, específicamente en Puerto Leguízamo y San Rafael.

La fase uno, iniciada en 2021, trabajó en 30 comunidades a ambos lados de la frontera, enfocándose en la atención desde el embarazo hasta el nacimiento del bebé. La fase dos, que aún se desarrolla, amplió su cobertura a 38 comunidades y extiende el acompañamiento hasta el primer año de vida del recién nacido, incluyendo seguimiento del crecimiento y desarrollo, vacunación y lactancia.
El programa funciona con tres componentes principales: el comunitario, los establecimientos de salud, y la supervisión.
El primero, que es el corazón del programa, son las agentes comunitarias de salud, elegidas por cada comunidad. En Colombia todas son mujeres. “Son el motor y el enclave estratégico en cada comunidad”, resalta Paola Mameli, coordinadora de Mamás de la Frontera en Colombia.
En este componente, las agentes visitan a gestantes y recién nacidos hasta el primer año de vida. “Les enseñamos a preparar un parto en casa si es necesario y cuidar al bebé, incluyendo lactancia”, explica Magaly. También promueven crianza con apego y sin violencia, planificación familiar, acceso a programas sociales, entregan kits de parto limpio, ropa para el bebé, juguetes y tabletas educativas. Las visitas se realizan tres veces durante el embarazo y ocho después del parto.
Melida Biguidima, agente comunitaria de San Rafael, complementa que además de visitar a las gestantes “se realiza el diagnóstico de embarazo, se enseñan las señales de peligro y la atención inmediata del recién nacido para prevenir complicaciones”. Su labor, como la de todas las agentes, ha contribuido a que las gestantes asistan a sus citas prenatales, que los partos tengan menos complicaciones y que la tasa de mortalidad materna e infantil disminuya.

El segundo componente se centra en los establecimientos de salud, donde se capacita a médicos, enfermeras, obstetras y técnicos en atención prenatal, parto y cuidado del recién nacido, adaptando la atención a las prácticas culturales de la comunidad. “Muchos centros tenían solo un técnico de enfermería y estaban desabastecidos; entrenarlos y apoyarlos ha sido clave para que los embarazos de alto riesgo sean derivados correctamente y atendidos con calidad”, afirma Magaly.
El tercer componente es la supervisión, que garantiza la coordinación de todas las partes del programa. Técnicos y enfermeras visitan regularmente las comunidades para asegurar que agentes comunitarias y establecimientos trabajen de manera integrada. Además, se realiza sensibilización en la comunidad para involucrar a líderes y familias en la salud materna e infantil. “En estas comunidades, quien decide que una mujer embarazada vaya al hospital no es ella, sino su pareja o el líder comunitario. Por eso es vital incluir a todos”, comenta Magaly.
Los resultados del programa han sido reconocidos más allá de la frontera. En la revista Lancet Regional Health Americas se documentaron avances medibles. En comunidades donde antes se desechaba el calostro por considerarse dañino, hoy se reconoce como alimento vital. También, se cambiaron prácticas peligrosas en el cuidado del cordón umbilical y se fortaleció el contacto piel con piel y la lactancia temprana.
Además en Colombia, las agentes comunitarias se han convertido en veedoras, logrando que las EPS locales mejoren la atención prenatal en zonas rurales.
Estos logros evidencian que la combinación de saberes comunitarios, medicina tradicional y recursos tecnológicos además de salvar vidas, puede ser un modelo replicable para otros territorios.
Sin embargo, el programa enfrenta grandes retos. Llegar a algunas aldeas implica vuelos complejos y largos trayectos por el río; algunas comunidades quedan incomunicadas durante meses, y la presencia de grupos armados limita el acceso seguro a ciertas zonas. El combustible y los insumos son muy costosos, y muchas veces los agentes enfrentan riesgos al documentar violencia o al acompañar a las mujeres a centros de salud. “No podemos navegar en el río después de las 6 porque nos pueden detener”, afirma Magaly.
Aún en medio de esas dificultades, el trabajo de las agentes ha generado confianza en las comunidades. Su presencia constante no solo acerca conocimientos básicos de salud, sino que también fortalece redes locales de cuidado que antes no existían.
Este programa ha llenado un vacío en territorios históricamente desatendidos, donde la presencia estatal en salud materno-infantil ha sido limitada. Aunque los resultados son medibles y respaldados por evidencia académica, su alcance todavía depende del respaldo internacional. La falta de un compromiso integral por parte del Estado colombiano evidencia que, incluso en zonas donde más se necesita, la protección de la vida de madres y bebés sigue dependiendo de iniciativas externas. Mamás de la Frontera llegó desde Perú porque Colombia no lo hizo.