La contaminación ha causado más muertes que el coronavirus o las guerras y el contexto actual, en el que predomina el consumismo, solo acelera el posible fin de la humanidad.
Imaginar nuestra cotidianidad en espacios donde el cemento sea escaso y que, en su lugar, encontremos una comunidad con la que trabajamos diariamente para recolectar agua, sembrar plantas y ahorrar energía; cultivos y animales, de los cuales extraemos nuestros propios alimentos, y árboles, que plantamos y cuidamos nosotros mismos, es casi que imposible, pues esa forma de vivir solo la asociamos a los campesinos o a los siglos pasados en los que no existía la tecnología. Pero, ¿qué tal si detrás de esto hay una tendencia, cada vez más popular, que promueve la conciencia ambiental?
La contaminación ha causado más muertes que el coronavirus o, incluso, las guerras. A causa de esta, en 2019 fallecieron nueve millones de personas, según un informe reciente de la revista científica The Lancet. Y el contexto actual, en el que predomina el consumismo y donde todo el tiempo nos venden la idea de que tener más cosas es sinónimo de status y bienestar, solo acelera el posible fin de la humanidad, porque para satisfacer las necesidades creadas por el mercado se requiere, entre otras cosas, del uso de combustibles fósiles y la explotación de los recursos naturales, en términos generales.
A lo anterior se le suma el aumento de la migración del campo a las ciudades y el desbordado crecimiento de la población para la que, si en 2050 llega a la cifra de nueve mil millones de habitantes, se requerirían tres planetas para mantener el modo de vida contemporáneo.
Es tan grave la presente situación, que recientemente las Naciones Unidas encendieron las alarmas al revelar que los países tienen tres años para frenar las emisiones de Gases de Efecto Invernadero y preparase para eliminar la utilización del carbón, el gas y el petróleo.
No obstante, este no es un tema nuevo. Desde 1972 se realizó la primera cumbre sobre medio ambiente de la ONU, justo en el decenio en el que se vivieron grandes cambios políticos y sociales, como la recesión económica de Occidente, el final de la Guerra de Vietnam y accidentes químicos y nucleares que dieron pie a que diversos sectores de la sociedad civil hicieran un llamado para proteger el mundo.
En ese contexto, los naturalistas Bill Mollison y David Holmgren crearon la permacultura, “una cultura permanente”, que tiene como eje transversal una producción sostenible de alimentos que satisfaga las necesidades humanas, imitando las estrategias de la naturaleza, de modo que en el sitio habitado se tenga una producción agrícola sostenible, con un consumo de energía eficiente, sin alterar los ecosistemas, para así prolongar la existencia de la humanidad.
En términos prácticos, la permacultura es un cambio total en el estilo de vida para buscar el bienestar del ser humano y de la Tierra. En relación con la alimentación, por ejemplo, los permacultores consumen lo que autoproducen en policultivos, que a su vez copian la diversidad de los ecosistemas naturales. Y para no utilizar tractores y fertilizantes, emplean las gallinas o cerdos para preparar la tierra para plantar.
En cuanto a la construcción, hacen estructuras teniendo en cuenta detalles como ubicación, empleo de materiales ecológicos (bambú, paja, etc.); incorporan equipos de producción limpia, le dan tratamiento a los elementos residuales y optimizan los recursos naturales. Entretanto, en la cotidianidad, aprovechan la luz del sol para hacer sus actividades, evitan generar residuos y reciclan el agua de las lluvias para luego emplearla.
Algunas personas podrían señalar que la permacultura puede ser una transformación demasiado exigente y, probablemente, no estén dispuestas a renunciar a sus comodidades por un propósito tan noble como es el de dejar un planeta en el cual las generaciones venideras puedan estar bien. Sin embargo, no todo es blanco o negro, pues todos los esfuerzos para preservar el medio ambiente suman. Entonces, tener una ecohuerta en el balcón de la casa, además de garantizar un aporte para el cuidado de los recursos, también asegura que lo que te estás comiendo no tiene químicos que causan daño a tu cuerpo.
El agua de las lluvias puede ser destinada al riego del jardín o las tareas de la casa, mientras que el viento y el sol funcionan para secar la ropa y no desperdiciar energía con una secadora. Las bicicletas, por otra parte, son una excelente opción para desplazarse sin emitir contaminantes.
Basta con actuar conscientemente para cuidar la tierra y establecer límites de consumo para acercarte a esta forma de vida que tiene un profundo respeto por la naturaleza. ¿Por qué no empezar por esos cambios para lograr un futuro sostenible?