Con recorridos por la selva, dibujo, pintura, fotografía y producción audiovisual, cuatro jóvenes mituseños empoderan y ofrecen nuevos horizontes a una juventud desmotivada por contextos de frustración y desarraigo.
“Si usted sale acá y le pregunta en la calle a un joven cualquiera que si ha estado relacionado con el suicidio, siempre va a haber al menos un caso: un vecino, un amigo, un primo, alguien del salón, el hermano de un amigo. Siempre. Esa es la realidad de Mitú”.
Eso cuenta Emilse Triana, de 22 años, directora y fundadora de Maheno, una asociación de turismo conformada por jóvenes con el objetivo de salvaguardar su territorio y su cultura.
En su caso, han sido tres los amigos cercanos que han acabado con su propia vida.
Paola Rojas, enlace técnico de la dirección de adolescencia y juventud del Instituto de Bienestar Familiar en Mitú, cuenta que se trata de un fenómeno que se viene presentando con particular intensidad desde el 2006, principalmente entre hombres.
Según un informe de esa institución, entre 2005 y 2015, mientras la tasa de mortalidad por suicidio por cada 100.000 habitantes a nivel nacional era de 4,84, en Vaupés era del 29,8, siendo la más alta del país, y “con tendencia al aumento durante los últimos cuatro años”, dice el informe, publicado en 2020.
Para el 2019, Vaupés presentó una tasa de 70,5 suicidios por cada 100.000 habitantes, según datos del Sistema Nacional de Vigilancia en Salud Pública, mientras que el total nacional fue de 27,3.
“Hubo una semana donde se suicidaron como seis personas, un día tras otro. En un día se mataron dos”, recuerda Thomás Neira, de 23 años, fundador y director de VivoMitú, una plataforma que busca dar a conocer el trabajo de jóvenes artistas del municipio y su zona rural.
En ese contexto, y ante una institucionalidad que los locales califican de inoperante e insuficiente, cuatro jóvenes de Mitú crearon asociaciones de turismo, arte y producción audiovisual que han resultado en espacios de desahogo para sus compañeros, en oportunidades laborales y de formación y en alternativas para el uso del tiempo libre.
Con ello, se han consolidado como una respuesta efectiva a algunas de las principales causas de la crisis y han hecho de la experiencia de ser joven en Mitú, una más llevadera.
“En definitiva, todos estos movimientos les han permitido a los jóvenes tener otras oportunidades y sí han impactado de manera positiva. Han sido muy valiosos”, asegura Paola Rojas.
Entre la frustración y el desarraigo, así es ser joven en Mitú
La capital del Vaupés ha sido un punto de recepción de cientos de indígenas que llegan desde sus asentamientos, dispersos en la selva amazónica que compone al departamento, buscando oportunidades, sobre todo educativas.
Según el Plan Departamental de Desarrollo 2020 – 2023, el 95% de la población de Vaupés es indígena y 27 grupos étnicos tienen asentamiento en el departamento. En Mitú, la capital, se concentra el 72,32% de la población y, según datos del ICBF, la población menor de 25 años equivale a poco más del 50%.
“Mitú es un pueblo que viene experimentando unos cambios abruptos con respecto a lo urbano, ha habido un rápido crecimiento de esa población, con todo lo que eso implica”, asegura Paola.
Algunos llegan siendo niños, y por la lejanía entre la cabecera municipal y su comunidad, y la dificultad en el desplazamiento entre ambos, deben permanecer en internados escolares.
“Uno va a allá y ve caras tristes, niños de 12 años que permanecen encerrados, alejados de sus familias y sus tradiciones.”, dice Thomás Neira.
Es muy poco lo que se enseña en esas instituciones acerca del territorio desde una perspectiva indígena o acerca de las múltiples cosmogonías de los pueblos que habitan la Amazonía: “siempre te inculcan lo occidental, nunca lo tradicional”, asegura, por su parte, Emilse Triana.
De a poco, entonces, se van olvidando los usos y significados de las plantas, la manera en que se trabaja la chagra y cómo se prepara el casabe. Se pierde la cultura y, con ella, la identidad: “Vuelven al territorio y ya no saben a dónde pertenecen”, dice Thomás.
Tan profundo es ese proceso que el ICBF lo identificó como un factor de riesgo asociado al suicidio de jóvenes en el municipio y el departamento.
Un informe de esa institución asegura que el tiempo con el que deben cumplir los niños y jóvenes en la escuela, además de los conocimientos “antagónicos” que allí reciben, genera la ruptura de lazos familiares y de la transmisión de conocimientos intergeneracionales.
Eso, entre otras cosas, trunca el proceso de la generación del ‘buen pensamiento’, un concepto al que está asociada la salud mental en las comunidades indígenas, y que consiste en mantener una comunicación intergeneracional fluida entre los integrantes de una familia.
Adicionalmente, agrega el informe, «la formación educativa que reciben los jóvenes, al no conversar con su cultura, genera sentimientos de frustración debido a la brecha que se forma entre sus ideales como sujetos (formados con valores y deseos externos) y los ideales de la comunidad”.
En medio de todo eso, surgen paradojas que profundizan esa frustración, pues mientras su comunidad los critica por no conservar su cultura, al mismo tiempo incentiva su salida hacia la cabecera con el discurso de que en la comunidad no hay futuro.
“Esa transición del territorio a lo urbano es durísima”, dice Thomás.
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Una vez fuera de la escuela, la situación no mejora. Las posibilidades de educación superior son muy restringidas, limitándose a una estrecha oferta por parte del Sena y la Universidad Minuto de Dios, que, sin embargo, excede la capacidad económica de la mayor parte de la población.
Ursula Baylón, de 27 años, fundadora y presidente de la Asociación Creativau, que se dedica a la producción audiovisual, lo explica con su propia experiencia.
“Cuando yo salí del colegio quería estudiar algo como ingeniería ambiental, pero acá en el Sena nunca me daban la oportunidad y como acá no hay universidad, la única opción era ir a Granada, Meta”.
Allá estudio, pero cuenta que en sus primeros semestres se ‘estrelló’ al ver materias como física y química por no haberlas visto en el colegio.
Según el Índice Departamental de Competitividad, Vaupés es el departamento con el segundo promedio más bajo en lenguaje, matemáticas y ciencias en las Pruebas Saber, con un puntaje de 42,49.
“Yo me puse a estudiar por mi cuenta y así lo saqué. Si uno mismo no se educa, pues acá difícilmente. La educación está muy deteriorada, no hay herramientas de internet, incluso se fue por un mes el año pasado. Es muy difícil estudiar” asegura.
Más allá de eso, Ursula dice ser una de las pocas personas privilegiadas que pudo tomar la decisión de salir del municipio para estudiar, pero que la gran mayoría no cuenta con los recursos para asumir los costos que eso supone: alimentación, transporte, arriendo, emergencias y demás.
Una buena parte, entonces, debe enfrentarse, sin título profesional o técnico, a la incertidumbre de encontrar un trabajo, un proceso que es difícil en general pero que en territorios como Vaupés y Mitú, lo es mucho más.
Katerine López, de 20 años y compañera de Emilse en Maheno, dice que “lo laboral es muy difícil. Acá es de mucha palanca, si usted no conoce a alguien de importancia, no lo voltean ni a ver”.
Comenzar con Maheno, entonces, fue muy difícil. No solo por los retos que supuso en términos logísticos, sino porque nadie del sector quiso ayudarlas: “quisieron monopolizar la industria y, por ser jóvenes, no nos escuchaban. Nosotras tuvimos que hacer, prácticamente solas, nuestro propio camino”.
A esa situación de inestabilidad cultural, educativa y laboral hay que sumarle el consumo de drogas, que aunque no es un fenómeno reciente, experimentó una explosión con la retoma de Mitú por parte de la Fuerza Pública luego de la toma de las Farc en 1998, y que ha vuelto a repuntar en los últimos años.
Paola Rojas señala que la tropa del ejército llegó al territorio con sus costumbres, con sus pensamientos y sus vicios. Su llegada coincidió con un disparo del microtráfico y los jóvenes, con pocas opciones laborales y educativas, así como sin espacios para pasar su tiempo libre, terminaron involucrados en el negocio, agudizando con ello las presiones, frustraciones y en general su condición de vulnerabilidad hacia conductas como el suicidio.
Una institucionalidad inoperante y una tradición restrictiva
En ese contexto, Paola asegura que desde el IBCF han creado campañas y programas para el fortalecimiento del proyecto de vida de los jóvenes; para enfatizar en la prevención de situaciones que los puedan poner en riesgo y para la promoción de la salud.
Además, a través de actividades, talleres y otros espacios, promueven el uso adecuado del tiempo libre, así como el afianzamiento de capacidades de resiliencia, con el objetivo de que los jóvenes aprendan cómo “enfrentarse de forma más activa y audaz a las situaciones que trae la vida”.
A pesar de ello, admite que la respuesta institucional a la crisis se ha quedado corta en un lugar donde, en general, el Estado ha sido muy ausente. En ese sentido, comparte la visión de los jóvenes cuando ellos califican de insuficientes e inoperantes las rutas de acción que hay cuando se presenta un intento o un suicidio.
“Acá no hay una ayuda verdadera. Está el problema, los entes saben que hay un problema, pero no hay ayuda de verdad”, dice Ursula Baylón.
En el hospital de Mitú, cuenta Paola Rojas, solo hay un par de psicólogos clínicos y un psiquiatra, que, además, según Emilse, “viene como cada tres meses”.
Además, hay un exceso de burocracia que ralentiza y dificulta el acceso a servicios haciendo que, en muchas ocasiones, la atención no sea oportuna.
“A una chica la mandaron a psiquiatría y tenía que haber una autorización y eso salió cuando ella ya se había suicidado”, cuenta Ursula.
Emilse, por su parte, agrega que acceder a cualquier tipo de servicio que tenga que ver con salud mental toma mucho tiempo: “Para que te programen una sesión con un psicólogo se demora tres semanas y luego otras dos para que te atiendan. Cuando yo fui, ya se me había olvidado hasta para qué era. Y luego, cuando por fin te atienden, son sesiones de media hora en la que te hacen dos o tres preguntas y con eso creen que es suficiente”.
Ursula recuerda un caso personal en el que, por violencia intrafamiliar, tuvo que denunciar a su hermano, que hoy se encuentra preso. Antes de arrestarlo, sin embargo, las autoridades fueron a notificarle a la casa, donde vivía con Ursula, que ella lo había denunciado y que tenía una investigación en curso. No dictaminaron ninguna medida preventiva, por lo que mientras se realizaba la investigación, Ursula tuvo que compartir su hogar, por dos meses, con su hermano y agresor.
“Era terrible, yo me encerraba en mi cuarto y él a pegarle patadas a mi puerta. Era el infierno”, asegura.
Por esa experiencia, así como por cierto remordimiento que sentía de haber enviado preso a su hermano, fue a ver al psicólogo. En una única sesión de 20 minutos, este solo le preguntó cómo se sentía y le dio diez días de incapacidad. “Eso fue todo”.
“Están ahí porque tienen un suelo y ya, no es un trabajo para la gente”, dicen Thomás, Katerine, Ursula y Emilse.
Paola, por su parte, aunque no cree que ese sea el caso, sí admite que el personal que se requiere para brindar un servicio serio e integral es insuficiente y que el municipio no cuenta con la capacidad para brindar muchos servicios.
Sumado a todo eso, los jóvenes también sostienen que en sus comunidades tradicionales hay poca, e incluso nula, cabida para expresar sus sentimientos.
Emilse y Katerine cuentan cómo sus padres siempre les enfatizaron en que como indígenas, no las podían ver llorando, que llorar era signo de debilidad y que ellos no habían criado personas débiles.
“Mi familia no tolera esas cosas, mi papá dice: ‘usted no tiene porqué llorar, tiene que ser fuerte’. Llorar acá no es válido”.
Y agrega: “nosotros como indígenas casi no expresamos el cariño, solo cuando se es niño, cuando uno crece uno tiene que demostrar fortaleza”.
En ese sentido, en Mitú los jóvenes no solo habitan en un contexto que los pone en extrema vulnerabilidad, sino que, además, no hay espacios para tramitar o lidiar con los elementos que constituyen esa vulnerabilidad.
Y es allí donde estos cuatro jóvenes, Emilse, Katerine, Ursula y Thomás, decidieron actuar.
“Nosotros sí tenemos un mañana”
Esta crisis, infinitamente compleja, parecería en ocaciones indescifrable e incluso irresoluble.
Así lo creen Thomás, Emilse, Katerine y Ursula, que ante la pregunta por cuál podría ser una solución, no encuentran las palabras.
Afortunadamente, sin embargo, una crisis como esta no se atiende con palabras, sino con acciones, y eso es lo que han emprendido estos jóvenes.
Emilse y Katerine desde el turismo con Maheno; Ursula desde la producción audiovisual con Agencia Creativau y Thomás desde el arte con VivoMitú han construido, precisamente, aquellos espacios que los jóvenes no encuentran ni en las instituciones ni en sus comunidades: espacios para hablar de lo que sienten, para distraerse y hacer uso efectivo de su tiempo libre, para adquirir nuevas habilidades y conocimientos y, fundamentalmente, para ser quienes quieran ser sin juicio alguno.
Thomás, por ejemplo, asegura que el arte es una gran herramienta pues “ofrece un escape a través de la creatividad”. A través de la pintura y el dibujo, en VivoMitú los jóvenes se encuentran para hablar de su experiencia, lo que sucede en sus hogares, en la escuela, en la calle y demás.
Y no solo eso. La asociación se ha constituido como una alternativa económica para algunos de los jóvenes que están involucrados: han generado ventas por 2.500.000 pesos en los meses que llevan.
“Al final lo que yo quiero es que los jóvenes sepan que sí se pueden lograr cosas en el arte, metiéndole las ganas y el esfuerzo”, dice Thomás, que con su trabajo ha participado en exposiciones en el Museo de Arte Moderno de Medellín, el Museo Nacional de Bogotá y múltiples otras galerías en todo el país.
Ursula, por su parte, cuenta que con Agencia Creativau han podido acceder a múltiples espacios de formación audiovisual con las que han realizado producciones que han llegado a ser proyectadas en prestigiosos festivales en Londres y otras partes del mundo e incluso han sido galardonados con premios internacionales.
Pero más allá de eso, “hemos descubierto que somos un grupo de apoyo”.
Así como Thomás a través del arte, en Agencia Creativau han usado las cámaras como excusa para charlar acerca de lo que aqueja a los jóvenes que llegan y para hacerlos ver que “no son los únicos a los que les pasan esas cosas y, sobre todo, que no termina la vida, que nosotros tenemos un mañana”.
Con ello, además, han podido afianzar la fotografía, el cine y la producción audiovisual en general como proyecto de vida para los jóvenes que han participado en los talleres y encuentros de la organización.
Contenta, Ursula dice que es un interés genuino lo que motiva a los niños y jóvenes a asistir a esas actividades : “Yo no tengo ni para gastarles un agua, pero igual vienen”, y agrega, haciendo énfasis en la relevancia de eso, que “de verdad les gusta la foto y el mundo audiovisual, y encuentran en estos espacios un parche para pasar el rato y distraerse”.
Por su parte, Emilse y Katerine, que coinciden con Thomás y Ursula, también dicen que Maheno ha sido un proyecto que ha tenido gran impacto para ellas mismas. Después de todo, los cuatro son también jóvenes inmersos dentro de toda esta problemática y afectados por ella de manera muy cercana.
“Todo eso es difícil a veces, a uno también lo afecta”, dice Emilse refiriéndose a escuchar constantemente historias de maltrato o sufrimiento, así como a la presión que sienten por ser líderes juveniles y por la imagen de fortaleza que deben mantener ante el resto de los jóvenes que los ven como referentes.
Así, aseguran que estar en la selva y la naturaleza en general les trae tranquilidad: “Incluso los ejercicios más simples, como caminar sola por el monte, me dan tiempo para pensar, reflexionar y sacar muchas cosas”, dice Emilse.
Y aunque es difícil cuantificar el impacto que han tenido estas organizaciones juveniles, Paola Rojas asegura que ha sido profundo. Han motivado el surgimiento de una ola organizativa y de movilización juvenil en torno a exigir a los gobiernos locales que cumplan lo que se ha estipulado en las políticas públicas de juventud que se han promulgado y que se generen canales de comunicación efectiva para que sus voces sean tenidas en cuenta realmente.
Aun así, insiste en dos ‘necesidades sentidas’: poder hablar con urgencia y sin rodeos acerca de salud mental, y una oferta educativa que tenga en cuenta las particularidades del contexto.
Paola dice que en Mitú la salud mental es un tema que todavía no recibe mucha atención y que, por el contrario, prima el mito de que quien accede a un psicólogo o a un psiquiatra es porque está loco.
“El reto está en superar eso y reconocer que quien lo hace es porque quiere o necesita algún tipo de acompañamiento o ayuda. Necesitamos transitar eso”.
Por otro lado, hace énfasis en que los jóvenes de Mitú y del Vaupés en general “necesitan formarse”, pero no necesariamente en ciencia, tecnología, medicina o ingeniería, sino en carreras que les permitan volver a sus territorios, que les permitan fortalecer las chagras o trabajar con los jóvenes y las poblaciones locales.
“Es una necesidad sentida de los jóvenes indígenas a nivel nacional, no solo acá en el Vaupés”, asegura Rojas, quien ve en esos dos caminos una posible ruta de acción efectiva contra la crisis.